VENTANAS Ť Eduardo Galeano
El veneno
En las heladas vísperas de cada amanecer, ante las brasas del fogón, el capataz y el peón armaban el primer cigarrillo del día. Ellos no se miraban, no se nombraban, no se hablaban. Entre los dos se sentaba Tarzán, el perro. Sólo con el perro conversaban. Dirigiéndose al perro, decía el capataz:
-Hay una vaca muerta en la cañada. Hasta cuándo va a estar.
Y el peón:
-Pregúntele a la vaca, Tarzán.
Tarzán miraba a uno, miraba al otro. El era perro parco, de poco ladrar, y rara vez gruñía o meneaba el rabo. Se ganaba el hueso escuchando al capataz, que le decía que hay que arreglar la alambrada, y al peón, que le decía que chocolate por la noticia. Y hasta la madrugada siguiente, desaparecía.
Estos dos hombres que se odiaban eran los únicos que trabajaban las tierras de la Viuda, en Rocha, inmensidades atravesadas por catorce tranqueras: hábiles en sus artes de jinetes pastores, tirón de rienda, vuelo de lazo, tajo de facón, salían a recorrer campo a la salida del sol, cada cual por su rumbo, y hasta la noche cabalgaban sin cruzarse jamás.
Una madrugada, Tarzán no vino. El sol abrió su primer tajo en el horizonte y se elevó en el cielo y Tarzán no vino. Sin mirarse, sin nombrarse, sin hablarse, los dos hombres ensillaron y se echaron al campo. Y a la madrugada siguiente, Tarzán tampoco vino y los hombres, callados, se fueron a trabajar.
El perro apareció en un pastizal, ojos de vidrio, patas rígidas, un rastro de sangre en el hocico, muerto del veneno de una víbora crucera. Y una semana después, día más, día menos, alguien encontró a los dos hombres, tumbados sobre las cenizas del fogón, cada uno con el cuchillo del otro metido hasta el mango en algún lugar del cuerpo.