En la plaza de Ronda, hace unos años, en tradicional corrida goyesca, pude reconocer en los ojos de la gitana esa mirada de anticipación que nos nace cuando se asciende una colina alta desde la cual se contempla una vista famosa en todo su esplendor. Llevaba vestido negro plisado y los pliegues le sonaban como juncos al viento. Lo más extraordinario fue su pelo negro, que en el sol se volvía amarillo de un dorado claro. Su pelo bailaba en el aire, más ondulado que los pliegues de su vestido. Su voz, honda y perdida en antigua herida, cantaba el dolor humano. Voz de nadie sangrando quién sabe por qué o por quién.
Una mariposa volaba sobre su cabeza de manera sinuosa. Luego bebía vino clarete y leía la magia que viajaba hacia el interior de sus pensamientos. La luz de su mirada oscura se confundió con el olor de la brujería de las gitanas. No le fue posible tener palabras de magia sin apestar a raíces y piedra. El fuego de su cuerpo chamuscó a la mariposa con su magia.
La magia de la gitana fue poderosísima y despedía llamas que quemaban el aire y trazaban su figura en la plaza. Como para demostrar que había muchos duendes con ella esa tarde que se volvería noche. Toda la luz se quedaba en su rostro y en sus ojos grandes la negrura. Su boca curva me decía que iba a enseñar algo de esta magia que era la magia de la voluptuosidad, misma que suele anunciar el toreo cruzado por pases naturales en espera de ser resucitado.
Los sueños se agitaban en sus grandes pechos que me enviaban al despeñadero. Si quería ser el esclavo de su magia debería estar dispuesto a morir al igual que los toros bravos jaleando zambra gitana y amor al ruido de las cumbres onduladas. La sexualidad como baile a la muerte al compás de la guitarra de su cuerpo que sonaba con las notas dolorosas de la incompletud y la imposibilidad. Rito mágico que rondaba las caderas en latidos que iban en aumento bajo el milagro de la ternura que aproxima la muerte y por tanto nos asustaba.
Aceptado el trato, su cuerpo en llamas se volvía curvo de la boca a los pies y remataba en jugos con sabor a perfume limón que resbalaba por sus cabellos de flores tibias. Los pechos dibujados al cielo provocaban pulsos secretos de delirios y alucinaciones, al rodar por las orillas de las gradas y una luna imaginada nacía en su cuerpo.
Luego la muerte aparecía en melancólicos sueños en la hondura de la madrugada, se me escapaba y no podía acariciarla, ni siquiera alcanzarla, herido de muerte por todos lados, desaparecíamos en un desvanecimiento espejo de la luna nueva.