Rodrigo Morales M.
Pequeñas escaramuzas

Los desplantes bravucones parecen ser el signo de los nuevos tiempos. Antes que emplazar los términos para arribar a cualquier normalidad, los actores se consumen en una secuencia dominada por las pequeñas grandes batallas simbólicas. Los detalles ahogan, y lo que no aparece es justamente un horizonte que ofrezca soluciones de largo plazo. Con dicha actitud lo que se magnifica hasta la exageración son las zonas oscuras del arreglo institucional prevaleciente.

La falta de previsión se colma de lecturas divergentes, y se cae en el absurdo de admitir las fallas en el diseño y prácticas políticas, de pelear con inusitada fiereza cada recoveco para sacarle provecho a la ambigüedad. En lugar de poner las cosas en su lugar, e iniciar en serio un debate de fondo que pueda derivar en un nuevo arreglo institucional que otorgue certidumbre a todos los actores, se insiste en dar las batallas en los gestos, los símbolos, las formas. Así en lugar de confrontar proyectos, los actores se enfrascan en pequeñas batallas que actualicen las demostraciones de fuerza.

El capítulo más reciente de la guerra simbólica es la escaramuza en torno a si el secretario de Gobernación debe ser el interlocutor entre el Legislativo y el Ejecutivo, o si el Presidente debe sostener un diálogo directo con el Legislativo. Y los argumentos no faltan. De un lado se alega que la Ley Orgánica de la Administración Pública señala al titular de Gobernación como el conductor de la relación, y se pide respeto a esa disposición; del otro se señala la desconfianza de la mayoría de los diputados hacia dicho funcionario, y se apela a un diálogo político de mayor nivel.

Y aquí parece haber dos problemas. Por un lado el Presidente se encuentra en un dilema: si acepta el diálogo directo, si incluso depone a un funcionario que no está cumpliendo con parte de sus atribuciones, ¿qué garantías tiene de que las desconfianzas del Legislativo no sean sinónimo de veto, de que podrá ejercer sus facultades de nombrar y remover libremente a sus colaboradores? Y en ese sentido no sobra recordar que no vivimos un régimen parlamentario. Pero por el otro lado, es evidente que hay que actuar en algún sentido para destrabar la parálisis política, y si el diálogo directo es la herramienta, habría que considerarlo.

El segundo problema tiene que ver con el hecho de que se nos ha enterado de manera profusa sobre el problema de las formas, pero poco sabemos del fondo del asunto. En lugar de colocar en el centro del discurso los contenidos de tal encuentro, los actores se han empeñado en emplear todas sus baterías discursivas en un punto menor. Finalmente se extraña la ausencia de un ánimo político más generoso, que parta de la necesidad de clarificar el rumbo y no consumir tanta energía en las pequeñas escaramuzas. Ciertamente la secuencia de estas pequeñas batallas termina produciendo un derrotero, pero hay que admitir que es el método más arriesgado.

La volatilidad de los actores es una buena muestra de ello. Mientras que a nivel federal el llamado bloque opositor tiene una dinámica pendular de encuentros y desencuentros, los émulos de dicha concepción a nivel estatal han empezado a conformar bloques alternativos (Chihuahua, Jalisco, Guanajuato) cuyo propósito central, más allá de las diferencias, es controlar al Ejecutivo, haciendo caso omiso al signo de sus aliados u oponentes. No es fácil entender la lógica implícita: a nivel federal el PAN y el PRD contra el PRI; a nivel estatal, el PRD y el PRI contra el PAN. En fin, acaso sea una señal más de una transición que no se ha podido encontrar en los pactos y que se sigue buscando en los cálculos más inmediatos, pero también más inestables e improductivos.