La Jornada lunes 27 de octubre de 1997

MILLENNIUM Ť Enrique Semo
Los relojes de la historia

Los tiempos de la historia son como los relojes que en los aeropuertos marcan simultáneamente las diferentes horas que rigen en México, Nueva York, París y Tokio. Sólo que en la historia, cada reloj tiene su propia medida y lo que en uno es siglos, es en el otro años y en el tercero horas y minutos. El que registra los cambios climáticos es diferente al que marca la historia de las costumbres, y éste se rige por ritmos ajenos al que señala el devenir de las estructuras económicas. Ninguno de ellos se acomoda al ciclo de la vida del individuo y los acontecimientos, pero todos ellos, ya sea que registren cambios climáticos, evolución de las costumbres, sucesión de sistemas económicos, vida de personajes o acontecimientos explosivos, son esenciales para comprender nuestra actualidad.

En Europa Occidental fueron necesarios tres siglos para transformar las costumbres que gobernaban al medievo en las que ahora rigen la época moderna. Entre 1500 y 1800, la gente desarrolló nuevas actitudes hacia sus cuerpos y los cuerpos de los demás. En la literatura medieval sobre las buenas maneras, por ejemplo, encontramos descrita en detalle la forma correcta en que un joven debía servir los comestibles en la mesa, mientras que los manuales posteriores ponen énfasis en la necesidad de evitar el contacto corporal o las miradas insistentes dirigidas a los comensales. De esa manera se creaba un espacio protector alrededor del cuerpo del individuo. La gente dejó de abrazarse con los brazos abiertos y de besar la mano de las damas en toda ocasión.

Estas demostraciones apasionadas cedieron el lugar a gestos más sobrios y discretos. Los recién casados dejaron de ir a la cama en su noche de bodas en presencia de familiares y amigos, para despertar la siguiente mañana ante la misma concurrencia que regresaba para saludarlos y felicitarlos. Ese momento de la vida, pasó del mundo de lo público al reino de lo privado.

A diferencia de lo que sucedía en el medievo, los diarios personales se multiplicaron y muchas cartas revelan el deseo de los individuos de gozar la soledad. Las autobiografías se transformaron en un género literario apreciado y en un medio legítimo de expresión literaria y filosófica.

En el siglo XIX, los habitantes de la Nueva España necesitaron siete décadas para poner las bases del México moderno. El proceso se inició con una revolución de independencia contra el colonialismo español, y concluyó con el surgimiento de un Estado fuerte y bien legitimado que permitió aprovechar las oportunidades del auge económico mundial del último tercio del siglo. Una de las figuras más influyentes y polifacéticas de ese periodo fue sin duda Guillermo Prieto.

Hombre longevo (1818-1897) hizo sentir su presencia intelectual y política durante seis décadas en los cambios tormentosos que marcaron el surgimiento del México moderno. Poeta, costumbrista, divulgador de la historia, ensayista y legislador infatigable, Prieto se integra a la lucha por la reforma liberal ya antes de haber cumplido 30 años. Opositor decidido de Santa Anna, se alinea desde la revolución de Ayutla con Benito Juárez, Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez y Francisco Zarco en el grupo de los puros, que adopta una posición intransigente hacia el pasado colonial y su propio presente, dominado por las figuras de caudillos y hombres fuertes sin principios ni más proyecto que sostenerse en el poder.

Prieto creía profundamente en la fuerza de las ideas y la educación. Ocupó puestos importantes en los gobiernos liberales, pero siempre de una manera que transformaba éstos en instrumento para el cambio de la sociedad.

Si una nueva concepción del individuo y su relación con la sociedad y el Estado tardó tres siglos en definirse, y la obra prolífica de Guillermo Prieto marcó durante seis décadas la vida de un México recientemente nacido a la vida independiente, la Unión Soviética que había sido, en términos geográficos, la heredera del milenario imperio zarista y que existió durante 70 años, no necesitó más que escasos ocho meses para desmoronarse. Todavía a mediados de marzo de 1991, Gorbachov llevó a cabo un referéndum que en forma algo vaga pedía a los ciudadanos manifestarse en favor o en contra de la existencia de la URSS: 70 por ciento de los electores se expresaron por su conservación.

Sin embargo, en las alturas, las fuerzas centrífugas estaban ya en marcha. Presionado por los gobernantes de las repúblicas, Gorbachov intentó introducir reformas moderadas para ampliar su autonomía sin vulnerar la unidad de la URSS. Pero éstos pedían siempre más y más. Al encuentro de presidentes de las repúblicas soviéticas que convocó para finales de abril con ese propósito, sólo asistieron nueve de los 15.

A medida que las élites locales adver- tían que el centro no estaba dispuesto a usar la fuerza para reprimir los brotes de secesión y los ciudadanos de las zonas periféricas perdían el miedo a la represión, los impulsos autonomistas se multiplicaban con rapidez inaudita. En realidad, el avance de la democratización daba alas a los nacionalismos locales.

De hecho, el frustrado golpe de Estado de agosto 19 del mismo año preparado por los conservadores contra Gorbachov, no fue más que un intento desesperado de frenar el proceso de disolución. No es casual que se haya producido el día anterior a la fecha fijada para la firma solemne de un nuevo tratado que reducía a la anterior URSS a la condición de simple federación. El fracaso de los golpistas, aceleró la desbandada. Mientras tanto, en un clásico madruguete, Boris Yeltsin, presidente de Rusia, y archienemigo de Gorbachov, cocinaba un tratado entre Rusia, Ucrania y Bielorrusia que iba a nulificar los esfuerzos unitarios del presidente soviético.

Algunos días después, ante la estupefacción del mundo y en medio de un riguroso invierno, la poderosa Unión Soviética dejaba de existir. No pasaría mucho tiempo antes de que el propio Mijail Gorbachov se viera obligado, por un amenazador Yeltsin, y con una pluma de hechura occidental, a firmar su propia dimisión.

Los diferentes tiempos de la historia... La necesidad de dar a cada uno de sus ritmos el peso y la importancia que le corresponde... Tres siglos, seis décadas, ocho meses... El esfuerzo por salir de la superficialidad del personaje y el suceso. El hombre hace su historia, pero condicionado por fuerzas subterráneas de las cuales raramente es consciente. El poder no puede ser explicado por la biografía de sus protagonistas, ni los acontecimientos por causas inmediatas y epidérmicas.