Fuera de las variables sociológicas y culturales, cualquier intento de aproximación a la política de Argentina exige la comprensión de cinco momentos decisivos de su historia reciente: el fracaso del programa del Fente Justicialista de Liberación Nacional, que tras siete años de dictaduras militares apenas estuvo 60 días en el poder; las crueles modalidades represivas que sobrevinieron con el gobierno de Isabel Martínez a la muerte de Perón (1974-1976); el terrorismo de Estado implantado por las Fuerzas Armadas (1976-1983); las consecuencias de la guerra contra Gran Bretaña por la posesión de las islas Malvinas (1982) y los efectos devastadores de la hiperinflación en el último tramo del presidente Raúl Alfonsín, cuando los golpes del mercado sustituyeron a los golpes de la espada (1983-1989).
Las ingenuas pretensiones socialdemócratas de Alfonsín fueron conjuradas por los grupos financieros del poder real. El caos programado obligó al gobernante a la entrega anticipada del cargo pocos meses antes de cumplirse el mandato constitucional. En el país de los alimentos, las nuevas autoridades asumieron en medio de enfrentamientos barriales de pobres contra pobres que asaltaban supermercados y tiendas de esquina para aliviar las demandas del estómago.
Las esperanzas de la atormentada sociedad argentina chocaron con la cruda realidad: la imposibilidad de instaurar la democracia por decreto. Y del incipiente y confuso laboratorio democrático surgió un auténtico Frankenstein de la política: Carlos Saúl Menem.
Menem prometió la ``Revolución Productiva'', pero la entendió al revés. Al día siguiente de su asunción, adoptó el programa ultraconservador que selló la alianza con los grandes empresarios, los bancos internacionales y los dueños de la tierra y de las finanzas. Es decir, con los mismos sectores que habían pulverizado a Raúl Alfonsín. En la versión menemista del peronismo desaparecieron los versos de la marcha justicialista que prometían ``combatir al capital''. Las tres banderas que hace medio siglo dieron acta de nacimiento al peronismo --justicia social, independencia económica y soberanía política-- fueron enterradas con vergüenza por una generación de aventureros de la peor calaña.
El poder fue ocupado por personajes que la dictadura militar no se hubiese atrevido a saludar. Y así fue como una sociedad autoconvencida de que hay respuesta para todo se sumergió en la implosión de la melancolía. Argentina saltó del undécimo al quinto lugar en la tabla mundial de suicidios (1991-94).
El ``doctor Nemen'' (Perón nunca pudo pronunciar bien el apellido), sedujo a todos: políticos, empresarios, militares, sindicalistas y acérrimos enemigos del peronismo. A todos menos a su suegra, la Chacha Gazal, mamá de Zulema Yoma, hermosa sunnita de Tinogasta (Catamarca), cercano a Anillaco (La Rioja), donde nació Menem.
Con un linaje que se remonta hasta Alí, primo y cuñado del mismísimo Mahoma, los lugareños recuerdan al joven Menem en la peluquería del pueblo, recortándose el fino bigote con el que hacía cosquillas a toda la que se pusiera a su alcance. Así lo tienen presente; pa-seando a caballo por la provincia, ataviado con su poncho y emulando al ``Tigre de los Llanos'', aquel Facundo Quiroga que Sarmiento tomó de modelo para renegar de los gauchos en ``Civilización y Barbarie''.
Fuentes bien informadas de la región aseguran que a mediados de los sesenta, cuando la familia Menem fue de paseo a la inolvidable Siria, Carlitos tropezó casualmente con Zulema. Y allí, las milenarias calles de Damasco iluminaron, ``a media luz los dos'', el histórico romance peronista. Pero la Chacha nunca había visto con buenos ojos la idea de entregar a Zulema en manos de ``ese mujeriego'', por lo que entre suspiró y suspiro le advertía: ``M'hija, Carlos te dará muchos años de sufrimiento y poco placer''.
Profecía cumplida. El enamoradizo cónyuge causó a Zulema múltiples dolores hasta que en una noche de febrero de 1990, entre gritos, mentadas y forcejeos, los matones de la residencia presidencial de Olivos la echaron a la calle; Zulema juró vengarse, como sólo saben hacerlo las mujeres del desierto. En los sótanos del narcopoder, el clan Yoma tomó nota cuidadosa del asunto. Impasible, el líder de los ``descamisados'' dio vuelta la página.
Se miró en el espejo por enésima vez, ajustó el moño de su corbata de seda, confirmó el brillo de sus dientes y, al sentir que estaba predestinado para representar el rol estelar en la versión rioplatense de ``El Padrino III'', se acomodó el peluquín.