La Jornada miércoles 29 de octubre de 1997

Rolando Cordera Campos
Las tormentas y nuestros tormentos

Del Pacífico siguen viniendo las tormentas, destructivas y trágicamente pedagógicas. Toca ahora el turno al dragón chino, como le tocó a Paulina hace unas semanas. Su mensaje, independientemente de su naturaleza obviamente distinta, es claro: nuestro signo es la fragilidad y nuestro sino puede ser el de una vulnerabilidad interminable y destructiva.

Están ya entre nosotros los vestidos rasgados y los reclamos contra el demonio neoliberal, cuando no los exorcismos contra la globalidad que no muestra clemencia alguna. Lo que no aparece por ningún lado, son muestras de que las lecciones agresivas de esta adversidad puedan convertirse pronto en usos políticos y sociales promisorios de nuevas realidades, construidas de cara a la dificultad y la crueldad del mundo, pero no a escondidas de ellas, ni en busca de un mundo perdido cuya prosecución no ofrece sino mayor pérdida.

Lo ocurrido estos días documenta los costos de vivir en una realidad mundial que ha perdido todo sentido de concierto. El ``nuevo orden'' que prometió el entonces presidente Bush después de la victoria del Pérsico, se probó una bravata y no pudo acreditarse siquiera como una hipótesis de trabajo para el mundo que emergía del desplome de la URSS y la bipolaridad. Y lo mismo puede decirse de los diversos intentos hechos después en el mundo avanzado o el foro de las Naciones Unidas, por imprimirle al planeta un mínimo de principios ordenadores.

La economía global parece obedecer a una lógica que no es la simple suma aritmética de las visiones nacionales, sino la resultante caótica a la vez que alucinante de la avidez sin fin de todo tipo de buscadores del absoluto a través del mercado. Sin embargo, cada ronda de alarma y emergencia financieras, una y otra vez, arroja una dura y sola enseñanza: no hay economía global con futuro sin un orden en verdad global, que abarque las ambiciones e intereses de las sociedades que se articulan en Estados nacionales. Esta es la paradoja mayor de este fin de siglo sin grandes rivales, y que Hong Kong, devuelto a la soberanía china después de más de cien años de enajenación colonial, nos ofrece como regalo de bautizo.

El mensaje primario para nosotros es brutal: poco o nada es lo que puede hacerse. Como quería el poeta Paz, somos contemporáneos de todos los hombres, en efecto, pero tal actualidad nos llega sobre todo por el lado oscuro de la vida y la historia, el de la incapacidad para capear los temporales del mundo y la naturaleza, el de nuestra terrible renuncia a asumir la realidad y en vez de ello buscar culpables y rendirnos ante nuestros propios fantasmas.

Si tenemos calma, o nos las arreglamos para producirla como un ``bien público'' cuya escasez es manifiesta, podremos atender a otras lecciones, las de nuestras asignaturas pendientes que todavía podemos cursar. La primera de ellas: no hay economía de mercado inserta en la globalidad tan ansiada y tan temida, si no hay un orden nacional y estatal capaz de modular, prever, y en su caso organizar el rescate y la atención de los daños.

La segunda: no hay una economía mercantil y descentralizada que sobreviva a las pulsiones aberrantes pero inevitables del mundo en formación, si no tiene debajo una estructura productiva más o menos robusta, así como un tejido de empresas, inversionistas, políticos, funcionarios y comunicadores, unido por acuerdos básicos sobre el sentido colectivo de su actividad y ambición. En particular, unidos por una información mínima común, común por creíble y mínima por eficaz como plataforma para la reflexión y la respuesta.

Esperemos que lo que hoy ocurre no pase a mayores; pero aceptemos que esas dos lecciones, por lo menos, no las hemos aprobado. Nadie que lo haya hecho puede andar diciendo que aquí ya no pasará aquello que pasó, o en su defecto, empeñarse a jugar al niño malo de la película... democrática.