El efecto dragón hizo evidente la integración de los mercados de valores: la baja en uno de ellos arrastró en su caída a prácticamente todos y afectó a numerosas monedas, entre ellas al peso mexicano, que se ha devaluado en proporciones significativas en estos días. Trajo al primer plano, por tanto, la necesidad de regular los mercados financieros internacionales para alcanzar mínimos de estabilidad. Alan Greenspan, Gobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos, después de mostrar su escepticismo respecto a la posibilidad de ``deshacerse de las fluctuaciones de los mercados, pues éstas son parte de su naturaleza'', señaló que ``debemos disponer de mecanismos de contención y prevenir que el contagio se amplifique y transforme'' (El Financiero, 30/10/97). Aunque no se manifestó sobre la necesidad de medidas regulatorias de la especulación, el secretario de Hacienda, en entrevista con el Wall Street Journal, reconoció que: ``Los especuladores no pueden hacer mucho daño a la economía estadunidense. Pero ciertamente pueden dañar a México, Malasia o Indonesia'' (La Jornada, 30/10/97).
¿Se necesita gobernar la economía internacional y en particular los mercados financieros? Paul Hirst y Grahamme Thompson (Globalization in Question, Polity Press, 1996) señalan la necesidad de un sistema de control (governance) internacional de múltiples niveles, dado que ``la mera existencia de las comunidades de hoy depende de la integración y coordinación de actividades diferentes y remotas. Los mercados solos no pueden proveer esta interconexión y coordinación, o más bien sólo pueden hacerlo si están adecuadamente gobernados y si los derechos y expectativas de los participantes remotos están asegurados y apoyados'' (p.184). La necesidad de este control o gobierno es rechazada, añaden, por los teóricos más simplistas y extremos de la globalización, ``ya sea porque piensan que la economía mundial es ingobernable, dada la volatilidad de los mercados y la divergencia de intereses, o porque conciben el mercado como un mecanismo de coordinación en sí y por sí mismo que hace innecesario cualquier intento para gobernarlo''. Los autores muestran lo absurdo de esta posición de la siguiente manera: ``la idea, común entre los teóricos extremistas de la globalización, de que las compañías más grandes se beneficiarían de un medio internacional no regulado resulta extraña. Reglas comerciales fijas, derechos de propiedad comunes internacionalmente y la estabilidad de los tipos de cambio, constituyen un nivel de seguridad elemental que las compañías necesitan para planear sus actividades. Las compañías no pueden crear esas condiciones. La estabilidad en la economía internacional sólo se puede lograr si los Estados se ponen de acuerdo para regularla'' (pp.185-186).
Los autores analizan los mecanismos que se han venido desarrollando para hacer frente al nuevo sistema monetario internacional liberalizado. Llegan a la conclusión de que lo que existe ahora (entre los países desarrollados) ``no son mercados totalmente desregulados'' sino que prevalece una ``limitada supervisión de una economía internacional lidereada por los mercados''. En estas condiciones, ``los movimientos de capital de corto plazo, de carácter especulativo, pueden dañar los objetivos bien fundados de las economías nacionales''. Para prevenir esto, sugieren 1) un sistema de bandas `aceptables' dentro de las cuales las monedas podrían fluctuar; y 2) un impuesto a las compras de corto plazo (especulativas) de divisas. James Tobin propuso este impuesto en 1978, como una segunda opción a una moneda única universal. Tobin, laureado con el premio Nobel de Economía en 1981, señala que los movimientos internacionales de capitales que se dirigen a proyectos productivos en otras partes del mundo y que, por tanto contribuyen a la asignación eficiente de los recursos a escala mundial, ``son una fracción muy pequeña de las transacciones financieras internacionales que suman un billón de dólares diarios''. El grueso de esta cifra son movimientos especulativos ``que buscan hacer dinero rápido con base en las fluctuaciones de los tipos de cambio y en los diferenciales de tasas de interés. Los tipos de cambio están a merced de la opinión de especuladores privados que movilizan vastas sumas'' (PNUD, Informe de Desarrollo Humano 1994, p. 70).
El impuesto a las compras especulativas de divisas, que tendría que ser igual en todos los países del mundo, y que podría ser del 0.5 por ciento, frenaría y volvería más lentos los movimientos especulativos. Mientras ese impuesto llega, si llega, podríamos seguir el ejemplo de Chile y gravar los capitales golondrina, aquéllos que permanecen menos de un cierto tiempo, digamos tres meses, reduciendo así los daños de la especulación.
Los datos disponibles muestran que la bolsa y la moneda chilenas fueron menos dañadas por el efecto dragón que las de nuestro país.