Pablo Gómez
Dragón

Ese ser mitológico capaz de volar y lanzar fuego por la nariz se ha vuelto el emblema del carácter inestable de la globalidad financiera. Ha llegado ahora del oriente para recordar a los panegiristas del neoliberalismo, a los críticos y a los sencillos espectadores de algo demasiado difícil de entender, que el capital volátil puede costar a México más de dos mil millones de dólares en un año por las sencillas operaciones bursátiles de un solo día.

Las tasas de interés no han subido en Europa ni en Estados Unidos, pero en México acusaron una elevación instantánea como única forma de retener el dinero golondrino de inversionistas mexicanos y extranjeros. Los productores tendrán que pagar, al igual que muchos deudores ya demasiado dolidos, para no hablar de millones de consumidores.

El cambio de moneda se alborotó como consecuencia de la traslación de dinero del mercado accionario al refugio del dólar y si bien la nueva paridad no parece contradecir la relación real de precios entre México y Estados Unidos, su carácter súbito alterará toda la economía.

El sistema económico es un conjunto de cascadas que se nutren de la misma corriente: el trabajo vivo. Mas los saltos de agua no son del mismo tamaño. El ahorro acumulado, el cual se revaloriza aquí y allá a través de un mecanismo de esponja aparentemente insaciable que absorbe varias derivaciones de la ganancia, corre hoy de un lado para otro a la menor provocación.

La caída de la bolsa de valores de Hong Kong no tenía relación directa con la economía mexicana ni con el estado de las empresas que se cotizan en el Paseo de la Reforma. Pero cualquier fogonazo lanzado por el dragón desde cualquier parte del mundo lleva a los operadores financieros a protegerse aun sin motivo razonable. La vida se vuelve pánico permanente y la alarma de unos se traduce en pérdidas en regiones enteras.

El catarro de los países de economía fuerte se convierte en gripe de los pobres, cuando no en pulmonía. El dinero que salió de la bolsa el lunes pasado --había ya empezado a salir el jueves y el viernes anteriores--, a través de ventas apresuradas, se iba al exterior provocando una devaluación súbita del peso mexicano, bajo el libérrimo mercado de cambios, por lo que no había más forma de atenuar la emigración de las aves asustadas que ofreciéndoles mayores tasas de interés en los valores gubernamentales, refugio provisional de asustadizos inversionistas.

Con todo esto, el Estado mexicano paga por dos vías: se eleva el servicio de la deuda interna con tasas mayores de interés y se revalúa, en términos de pesos, la deuda externa y los réditos que ésta devenga. Otros también pagan, de tal manera que el chistecito del dragón termina por quemar, directa e indirectamente, a millones de personas que nada tienen que ver por voluntad con la mentada globalización financiera.

Este demencial sistema de desarraigo del ahorro de países grandes y chicos, ricos y pobres, se presenta como gran avance de la economía mundial y paradigma del progreso.

Pero la fiesta no durará tanto. La inestabilidad financiera no se podrá contrarrestar sin regulaciones legales que reduzcan la llamada volatilidad de los mercados. Los excedentes de capital de los países ricos, tan requeridos por los pobres, están llegando a tales niveles de acumulación y uso especulativo que causan innecesarios estragos en las economías más fuertes y generan situaciones críticas en los débiles.

El sistema económico ha empezado a depender demasiado de aquella volatilidad, de tal manera que la inversión productiva suele verse afectada por el desorden de un mercado que debiera canalizar el ahorro de manera continua y sistemática. Es cierto que los países pobres han pagado la mayor parte de las consecuencias, pero también los ricos se muestran preocupados por las desregulaciones de los mercados financieros por ellos mismos promovidas.

El dragón está demasiado hinchado de fuego y sus vuelos son cada vez mayores. Dejarlo tan libre le cuesta cada vez más a los países pobres cuyos resignados gobernantes admiten sin la menor crítica los desastres de la globalización financiera.