Dicen los tecnócratas que hoy nos manejan --que no gobiernan-- que una de las condiciones indispensables para lograr una macroeconomía saneada, capaz de generar utilidades atractivas a nuestras empresas privadas y rendimientos suficientes a los caritativos inversionistas internacionales, es un presupuesto de gastos públicos que, en razón de su equilibrio, destierre la inflación y haga prevalecer una moneda con poder adquisitivo estabilizado, que nos consolide los beneficios de la estabilidad de precios, especialmente el precio del trabajo que es el salario, afirme la capacidad de las riquezas acumuladas y garantice el nivel de las ganancias obtenidas y acumuladas por los empresarios.
Sin duda alguna, el principio del equilibrio presupuestal y la estabilidad monetaria que se supone derivada de él, fueron fundamentos teóricos de la economía liberal anterior a John Maynard Keynes y, entre otros, tenía acogida constitucional en los artículos 73, fracciones VII y XXIX, 74, fracción IV de la Carta Magna, que establecían como facultades legislativas el establecimiento de los ingresos y de los equilibrados gastos públicos, principio de validez teórica ya muy discutible cuando, en 1992, la barbarie salinista, oculta por una supuesta sabiduría harvardiana, lo confirmó y empeoró, agregando al artículo 28 del mismo código político un párrafo en el que, además de otorgar una mendaz autonomía al Banco Central, establecía como ``objetivo prioritario la estabilidad del poder adquisitivo de la moneda nacional'', proclamando así tal finalidad como superior a una economía altamente productiva de satisfactores o una política distributiva de ingresos orientada al equilibrio político y social.
Ahora, al enfrentarnos a las perspectivas financieras de 1998 (decimosexto año del dominio neoliberal y cuarto del zedillismo) nos encontramos con una pugna en materia presupuestal que no plantea un problema del equilibrio, que se tiene como ineludible, sino cómo regular las fuentes de ingreso y sobre todo, cómo asignar los recursos del Estado a las diversas partidas vinculadas con las finalidades que el Estado Mexicano debe perseguir, en 1998 y los años subsecuentes, correspondan o no al sexenio del actual presidente.
En plena globalización financiera a lo que nos hemos ya incorporado y durante el derrumbe bursátil que empezó en la Bolsa de Valores de Hong Kong, y que hoy afecta a la humanidad entera, sobre todo a la capitalista a la que tenemos el honor preclaro de pertenecer, las preocupaciones presupuestales están cambiando de sentido; están dejando de ser puramente cuantitativas o matemáticamente equilibradas, para adquirir también un sentido cualitativo o de valoración social.
Ante los enormes dispendios en que debe incurrir un gobierno neoliberal como el que tenemos, para asegurar los triunfos electorales mínimamente necesarios, para ayudar al sistema bancario a remontar la crisis de cartera impagable en que se metió, para indemnizar a los concesionarios de servicios públicos que se tropiezan con el contratiempo de pérdidas en la operación, para construir o restaurar la infraestructura de nuestra industria sin chimeneas, que tantos dólares nos aporta, o para cubrir todas las numerosas e indispensables erogaciones que se pagan con cargo a las fabulosas ``partidas secretas'' que libremente maneja el Ejecutivo, sin molestas responsabilidades u obligaciones de rendir cuentas o de justificar, captamos una positiva evolución en la mentalidad de nuestros egregios legisladores quienes, habiendo aceptado el principio de equilibrio presupuestal y su consecuente moneda estabilizada, ahora parecen preocuparse por las finalidades a que deben consagrarse los gastos públicos.
Sin embargo, antes de los problemas relativos a los objetivos, entre los que deben distribuirse los recursos públicos, surgen otros que han motivado gran inquietud: en vista de que ya los ingresos que pudieran provenir de los rendimientos producidos por la operación de plantas productivas o transformadoras de alta productividad han quedado eliminados de la panorámica mental de nuestros financieros tecnocráticos de firme convicción neoliberal, sólo nos quedan las fuentes propiamente impositivas, los recursos que provienen de las cargas fiscales que se imponen a los causantes, con respeto más o menos real, a los principios de generalidad y equidad, consagrados en la fracción IV del Artículo 31 de la Constitución y cuya vigencia ``garantiza'' nuestro Poder Judicial.
La lucha social, económica y política se expresa actualmente, en forma muy clara, en el campo de la disputa presupuestal, entre quienes quisieran ver aumentar la capacidad efectiva de compra y consumo del pueblo mediante la reducción del Impuesto al Valor Agregado, y el compensatorio incremento del impuesto sobre la renta que grave a los altos ingresos particulares y quienes, en el otro extremo, quisieran mantener o hasta aumentar el IVA, y reducir el impuesto sobre la renta, para contraer el ingreso disponible y el consumo del pueblo, estimular el ahorro interno (incluyendo el 30 por ciento de su ingreso que, según Zedillo, el pueblo destina a la autoconstrucción de sus viviendas) y alentar la inversión extranjera y el comercio internacional que tanto han ayudado a la ``globalización'' sin límites, que hoy sufre una malévola o ``malosa'' crisis bursátil de la que, por supuesto, saldremos inmunes, gracias a la política económica neoliberal salino-zedillista, que tan estrecha y fielmente nos liga a la suerte y a los percances del sistema capitalista globalizado.