Carlos Bonfil
Hombre muerto

Nadie. El nombre del indio filósofo, letrado, intuitivo y sagaz, que acompaña al Ultimo Hombre Blanco, es Nobody, y lo elige él mismo para facilitar el trámite de las presentaciones, o tal vez para ser digno compañero de William Blake (Johnny Depp), el hombre que viaja muerto, el de lentísimo proceso de agonía, el que verdaderamente ha dejado de ser Alguien: el zombie que llega del otro lado de la Gran Pradera. Su nombre, William Blake, apenas le pertenece, es homónimo del poeta inglés autor de Paradise lost (Paraíso perdido).

En Hombre muerto (Dead man), Blake es una alucinación --del indio o de los espectadores--, un personaje casi irreal que atraviesa los paisajes espectrales que imagina o sueña despierto el cineasta Jim Jarmusch (Más extraño que el paraíso, Bajo la ley, El tren del misterio, Noche en la Tierra), y que captura la lente de Robby Muller, camarógrafo favorito de Wim Wenders. Cuando William se hace acompañar por su amigo indio y éste, agazapado, le deja presentarse solo a sus posibles perseguidores, el joven puede responder a la pregunta: ``¿Con quién vienes?'', con un escueto y sincerísimo ``Con Nadie''. Una forma de esquivar amenazas reales con ficciones caprichosas. El lenguaje confunde, las imágenes desorientan: el territorio que atraviesan William Blake y su amigo Nobody es, literalmente, una tierra de Nadie.

Señala Jim Jarmusch en una entrevista que Hombre muerto puede hacer pensar en una película muda, lo cual no estaría del todo errado, dado que su gusto personal por Go West, de Buster Keaton, lo condujo a inspirarse en la primera secuencia de esa cinta para el impulso inicial de la suya. Las dos obras comienzan a bordo de un tren, en ambas juega un papel primordial la mirada del protagonista, y los actores Depp y Keaton comparten más de un rasgo físico y de carácter en sus respectivos personajes. ¿Homenaje, broma privada, parodia? El estilo vigoroso y la originalidad de Hombre muerto vuelve, sin embargo, inocuas esas referencias habituales de la crítica, las etiquetas de western crepuscular o la de antiwestern. Frente a la sucesión de imágenes fúnebres y al lento desdibujamiento físico y espiritual del personaje central, sólo queda pensar en la película como una extraña elegía de épocas pasadas, de ese siglo XIX americano que la fotografía en blanco y negro sugiere atinadamente en atmósferas y detalles.

El frenesí de los desplazamientos, el nomadismo y la aventura en los territorios de los valles de Sedona y Coconino, de Arizona, o en las cañadas de Oregon, lugares donde se filmó la cinta, todo contribuye a sugerir un viaje de iniciación por necrópolis boscosas. Parafraseando un título de John Huston, la cinta de Jarmusch hace pensar en un paseo con la amistad y la muerte, a tal punto el impulso generoso y la fatalidad se encuentran entremezclados en la historia. Jarmusch rechaza los estereotipos del género. No hay indio bueno ni blanco malo, ni lo contrario, y sí, en cambio, la complejidad inasible de dos temperamentos y una calidad de parias que los hace coincidir en el territorio de Nadie. William Blake es portador y dispensador de muerte, y Nadie es quien oficiará su tránsito final hacia la Otra Orilla, como un amigo cómplice, como un Caronte indio frente a una laguna Estigia situada en el Oeste mítico.

La imagen en un cráneo o en el canibalismo despreocupado del villano (Lance Henriksen), o en su gusto por aplastar con su bota la cabeza de un muerto; aparece en la imprecisión de los nombres, en la ceremonia de cruzarse el rostro con pintura, en el propio clima lluvioso, o la suciedad y el lodo que lo invaden todo. No hay propiamente acción, y mucho menos suspenso. Un director como Jarmusch, tan atento en otras cintas a los efectos visuales o a la ocurrencia humorística, no insiste en ello en ésta su mayor experiencia minimalista.

La banda sonora de Neil Young tiene aquí un gran poder de evocación, como si esa música y la cámara de Robby Muller, las intuiciones del cineasta y las formidables caracterizaciones de Johnny Depp y Garu Farmer (Nadie), pudieran de alguna forma convocar no sólo los paisajes del siglo pasado, las devastaciones del odio racista y las pequeñas épicas personales y colectivas de los colonos, sino también, en una alegoría todavía más amplia, el espíritu mismo de la generación de los años 70 de este siglo, con sus comunas, sus utopías y sus rechazos culturales. Hombre muerto es posiblemente uno de los retratos más lúcidos que el cine estadunidense reciente haya brindado del ideal americano, de su colapso, y del desencanto juvenil. Lograrlo de esta manera oblicua, con un humorismo agudo y sereno, y sin el menor asomo de presunción moralista, es indudablemente trabajo de artista.