Ernesto Zedillo habló de mantener la sana distancia con el PRI en los inicios de su gobierno. ¿Qué quería decir con ello? Aparentemente el Presidente rechazaba inmiscuirse en los asuntos internos de su partido. De paso ponía en evidencia que sus augustos antecesores habían hecho exactamente lo contrario.
Sin embargo, la designación de Santiago Oñate, Fernando Ortiz Arana y ahora de Mariano Palacios Alcocer --tres hombres de notable inteligencia--, no puede dudarse que haya sido hecha por el propio Presidente. ¿Dónde quedó la sana distancia? ¿Ha vuelto a la enferma, corta distancia?
Hay el hecho de que la oposición, tan extraordinariamente bien llevada por el Grupo de los Cuatro, ha afirmado a través de alguno de sus voceros que no toca al Presidente participar en los procesos electorales, y que al hacerlo estaría invadiendo terrenos prohibidos.
Aparentemente se produce una notable contradicción entre el reacercamiento del Presidente al PRI y el intento de alejarlo, hecho por la oposición.
En mi concepto es perfectamente natural y no se viola norma alguna --salvo que para hacerlo se disponga de los bienes o servicios del Estado-- que el Presidente apoye a los candidatos de su partido. Es un militante activo y nadie le puede impedir actuar en beneficio de su propio partido.
El problema no está ahí. Se encuentra, en cambio, en la actitud del partido frente al Presidente en turno.
Salvo Cárdenas y tal vez Ruiz Cortines, los presidentes de México, elegidos por el PRM y por el PRI, lo primero que han hecho ha sido protestar cumplir con la Constitución y hacerla cumplir, y al día siguiente de la toma de posesión han presentado una amplia iniciativa para cambiarla a su gusto. El PRI, mayoritario y sumiso, ha inclinado reverente la cabeza y aprobado, en el Congreso y en las Legislaturas de los estados, la santa voluntad presidencial. Las últimas, contradictorias reformas, al 27 y al 130, rompieron con el saldo escaso de la invocada revolución social que Carlos Salinas de Gortari convirtió en un hoy decadente liberalismo social, cualquiera que sea el significado de esa expresión contradictoria.
Eso quiere decir que el partido, una vez nombrado el candidato y antes de su elección, se ha puesto siempre a sus órdenes y ha renunciado a cuanto pudiera sonar a tesis revolucionarias, si es que la revolución tuvo realmente alguna tesis social, lo que dudo, salvo la reforma agraria, ejecutada sólo por Lázaro Cárdenas.
Es, entonces, el partido el que ha roto todas las distancias, convirtiéndose en un sumiso ejecutor de las decisiones presidenciales, olvidando su propia ideología, suponiendo que la haya tenido alguna vez.
Para el Presidente contar, como lo han hecho todos, con un colaborador tan cercano y sumiso, no puede ser incómodo. Y todos los presidentes han ejercido a gusto esa función tutelar, aunque la consecuencia haya sido --en términos generales-- que los bienes que el pupilo dice representar, los del pueblo de México, se hayan dispersado en el mundo con provechos personales, y de paso provocando su alejamiento de las pobrezas irremediables de nuestra gente.
El cambio de tutor, al calor de una elección cuyo candidato no determina tampoco el partido, y anunciado antes por un vocero viejo y corporativo, transforma las lealtades. Pero, además, el candidato nombra a otro personaje presidente del partido, lo convierte en un director de campaña y al final del viaje, ya en la silla, le concede el premio de una Secretaría de Estado.
Con esos frenéticos cambios de sus presidentes en los últimos años, el PRI no puede ser otra cosa que un cajón de sastre en el que caben todas las ideologías o, por decirlo de mejor manera, todos los intereses, salvo los nacionales.
No nos puede extrañar ni debe parecer indebido que el presidente Zedillo haya vuelto a la distancia enferma. Tiene un compromiso con su partido y el PRI, sin tutor, no puede vivir. Aunque como va no es difícil que deje de vivir por su propio derecho.