Angeles González Gamio
Llorar el hueso

No, la frase no se refiere a la aflicción de los políticos que se quedan sin chamba; se dice de los que van a los panteones a llorar a sus muertos, evento que en el siglo pasado solía terminar en jolgorios que frecuentemente concluían con golpes y balazos, ya que se comía y se bebía aguardiente y pulque en abundancia.

Al respecto se escribían graciosas calaveras y los mejores grabadores desarrollaban mordaz ingenio, entre otros caricaturizando a los personajes públicos; muestra de lo anterior son Manuel Manilla y Guadalupe Posada. Los poetas y cronistas no se quedaban atrás, escribiendo graciosas crónicas y poemas alusivos. Podemos recordar a Manuel Gutiérrez Najera, Amado Nervo, Rubén M. Campos y Félix Romero, entre muchos otros.

La costumbre de recordar a los muertos ha sido una constante en el pensamiento de hombres y mujeres; es interesante conocer la visión de los mexicas: ellos creían que la vida de toda persona estaba constituida por tres fluídos vitales: el Tonalli, localizado en la cabeza; el Teyolia, centrado en el corazón, que era como el alma, y el ihiyotl, cuyo lugar era el hígado. Estos elementos daban la vida y todos eran igualmente importantes y necesarios.

La muerte se daba cuando estos tres elementos se desintegraban. Una vez separados, el Teyolia podía ir a diferentes lugares, según la forma en que se hubiera fallecido y el grupo social al que se hubiese pertenecido. El ciudadano común solía ir al Mictlán, tras recorrer un largo y peligroso camino; los importantes iban al Tlalocan, que era como el paraíso; los niños de pecho al Tonacuauhititlan.

A la llegada de los españoles, los aztecas conocieron otra concepción de la muerte, aunque con muchas semejanzas con su propia visión. Ello dio como resultado un sincretismo, en que se amalgamaron ambas creencias y rituales, dando lugar a un nuevo culto y a una nueva ceremonia mortuoria, que se expresa en la fiesta del Día de Muertos, que con diferentes manifestaciones se celebra en todo el país.

En realidad el Día de Muertos comprende varios ya que, según la creencia popular, el día 1o. de noviembre está dedicado a los ``muertos chiquitos'', o sea los niños, y el día 2 a los ``muertos grandes''. En algunas regiones, la fiesta comienza el 28 de octubre, en que se recuerda a los que murieron por accidente, y el día 30 a las almas de los ``limbos'', que son los niñitos que murieron sin haber sido bautizados.

Este acontecimiento está rodeado de un elaborado ritual; semanas antes los artesanos comienzan a elaborar los artículos relativos al festejo: velas, candelabros, papel de china, calaveras de azúcar, figuras diversas como pequeños entierros y platitos de comida, todo de papel y dulce, con una gracia increíble. Por su parte, los campesinos siembran las coloridas flores de cempasúchil y el diente de león que parece terciopelo de cuaresma, así como la calabaza para el tradicional dulce con piloncillo, y se recolectan los tejocotes con el fin de cocerlos en la exquisita miel color caoba, y con ella también bañar los camotes de la temporada. No hay que olvidar a los panaderos, que nos deleitan con los bizcochos azucarados, adornados con ``huesitos''.

Todas estas exquisiteces para el cuerpo y el alma se colocan en las ofrendas, a donde llegan los muertos a nutrirse de la esencia de los alimentos, por lo que no falta el café y un buen tequilita con su cigarro, si el difunto tenía esos gustos. Esta creencia data de la época prehispánica, en que se pensaba que el trayecto al Mictlan o al Tlalocan podía durar años, por lo que durante ese lapso los familiares del difunto se encargaban de ponerle ofrendas alimenticias, para que pudiera aguantar el riguroso esfuerzo.

Una viva muestra del significado que tuvo para nuestros antepasados aztecas la muerte, la tenemos en la exposición que acaba de inaugurar el arqueólogo Eduardo Matos, para celebrar los diez años de vida de su maravilloso museo del Templo Mayor: La entrada al Mictlan, con los dos impresionantes Mictlantecuhtlis hallados recientemente, dos inmensos y bellos braceros y la soberbia escultura de una serpiente enroscada.

Una visita obligatoria es la de la ofrenda del renovado Teatro Metropolitan, en donde la dinámica Tala Menéndez montó una bellísima para Frida Kahlo, quien aparece en tamaño natural en una extraordinaria figura de cera. Para tener más información del fascinante tema, hay que leer un lindo librito de Sonia Iglesias, titulado La celebración de muertos en México, que publica el CNCA o, Día de Muertos, de la serie Tradición de la UAM.