El lento, tortuoso, barroco proceso de cambio político en México resulta muy original y a la vez difícil de entender. Para culminar satisfactoriamente requeriría el cumplimiento de varias condiciones objetivas y subjetivas. Quizás el elemento decisivo (aún ausente) sería que la altura de los protagonistas fuera la misma que de la coyuntura que vivimos.
La transición mexicana no se parece en nada a otras transiciones. México no ha tenido que desmantelar una dictadura militar. Las fuerzas armadas como institución han actuado poco o nada en el proceso. No ha sido desencadenado el proceso por la muerte o retiro de un personaje emblemático, como don Porfirio aquí o Franco en la España de los años 70.
Nuestra transición se caracteriza por un activismo velado del Presidente de la República y algunos grupos de elite en el poder, fuertemente asociados con las oposiciones. La iniciativa consiste en hacer una reforma profunda y transformar progresivamente el régimen autoritario por otro más moderno, participativo y competitivo sin rupturas dramáticas.
Para ello se requiere cumplir varias condiciones: Una, la presencia de una oposición que esté dispuesta a involucrarse en el proceso y a pactar con las condiciones del tránsito, y que cancele una confrontación radical. Otra es que se pueda mantener la convicción del Presidente y de la elite de que sus intereses se verían menos amenazados con la transición que con la permanencia del ``sistema'' gravemente deteriorado. La culminación del proceso sería la creación de nuevas normas constitucionales.
México ha hecho ya varias transiciones fundamentales. La primera seguida por la separación de la metrópoli española. Esto obligó a la nación a reorganizar su economía y también el poder. Otra coyuntura no menos compleja. Los Liberales que habían logrado construir la Constitución en 1857 tuvieron, después de derrotar a sus adversarios, que restaurar la República y la vida económica. En 1917 el grupo vencedor de la guerra civil, encabezado por Venustiano Carranza, inició de nuevo la reconstrucción y la reorganización constitucional de la política.
Las anteriores transiciones particularmente difíciles por la destrucción humana y patrimonial que había sufrido la nación, culminaron en una ley superior, a la que llamamos Constitución ``porque organiza o constituye al país políticamente'' (Cosío Villegas).
Los grandes actores de la transición de hoy tendrán que ponerse de acuerdo en una política económica trascendental, concretar un acuerdo político que después se transforme en modificaciones a la ley suprema. No podríamos descartar la posibilidad o la necesidad de que se emitiera una nueva Constitución.
En ningún momento anterior de la historia ha habido un consenso tan claro para cumplir una misión como ésta. Las elites mexicanas, los opositores, Estados Unidos, la Unión Europea, todos apoyan el proyecto de transición y lo ven además inevitable. Pero hasta hoy los protagonistas no han podido, en casi tres años del proceso, no digamos perfilar una reforma del Estado completa, ni siquiera agendar los temas principales.
Cada una de las generaciones mexicanas que tuvo que afrontar las transiciones anteriores mostró grados distintos de capacidad para conducirlas. La respuesta de los herederos de la Colonia fue disparatada. Los revolucionarios sobrevivientes de 1917 tuvieron luces importantes, pero resultaron en conjunto inferiores a la tarea propuesta. En cambio los liberales de entre 1857 y 1867 mostraron tales méritos morales e intelectuales que hay quien dijo que tenían talla de gigantes.
Hoy aquellos que parecen incapaces de generar un acuerdo nacional por la democracia, son gente de talento y experiencia innegables. Han exhibido ingenio, astucia y rijosidad, pero les están faltando dos características que los acreditarían como grandes: la imaginación y la generosidad.
No parece haber capacidad visionaria para entender que México tiene poco tiempo para afrontar los grandes temas pendientes de la recuperación y el conflicto social latente. ¿Y la generosidad? Los partidos están peleados entre sí, pero a la vez están divididos internamente y nadie quiere ceder ni siquiera un palmo en aras de servir a México y al final de cuentas servirse a sí mismos.
El PRI, por ejemplo, en lugar de hacer una propuesta que los relegitimaría ante la población, se atrinchera. El gobierno, que ha tenido una inteligente ``administración por omisión'' de la crisis política, tampoco parece dispuesto a tomar la iniciativa. La oposición vive en la fantasía de que el PRI ya se acabó, que está en proceso de desmantelamiento, cuando estamos apenas en las primeras etapas y cuando la nomenklatura reaccionaria, poderosa y oculta, goza de cabal salud. Sin el PRI no habrá transición.
Unas lucecillas de esperanza en fecha reciente. Se integró sin mucha publicidad una subcomisión para definir los temas de la reforma. Me parece muy bien, porque incluye al PRI y a todos los demás partidos. Espero que la politiquería menuda no bloquee esta iniciativa inteligente.