La Jornada Semanal, 2 de noviembre de 1997



EL ERROR DE CUICUILCO


Ernesto Betancourt


La obra más reciente del arquitecto Ernesto Betancourt es la librería del Fondo de Cultura Económica en Miguel çngel de Quevedo. En este ensayo se ocupa de los aspectos urbanísticos del polémico proyecto de Teodoro González de León.



Tan marcada fue la generación de mayo del '68, mi generación, por una suprema inteligencia, bien informada, correctamente traumatizada por selectos cataclismos, franca en sus préstamos de otras disciplinas -por el fracaso de este y similares modelos de desarrollo e integración-, por su sistemática insensibilidad hacia lo particular, que se propusieron dos grandes líneas de defensa: el desmantelamiento y la desaparición.

...Pero a pesar de lo torpe del nombre, lo Grande es el campo teórico de este fin de sicle, en un paisaje de desorden, desestabilidad, disociación; la atracción de lo Grande es la posibilidad de reconstruir el Todo y de resucitar lo Real, reinventar lo colectivo, recobrar la máxima posibilidad.

Rem Koolhaas

Por los recientes sucesos en torno a la famosa Torre de Cuicuilco, diseñada por Teodoro González de León, me parecía justo citar este fragmento sobre ``lo Grande'' que apunta Koolhaas. Todas las críticas y argumentos en contra de esta construcción podrían resumirse en un problema de escala, pero no de la escala arquitectónica sino del mero tamaño de la propuesta, sobre todo a juzgar por la calma que suscitó la -al menos para mí- inexplicable decisión de sustituir la construcción de 24 pisos por una de ocho que, lejos de aportar una respuesta inteligente a las variadas demandas de los ciudadanos, arqueólogos, funcionarios y urbanistas, cae en otro error urbano, arquitectónico y cultural, dejando la pirámide al lado de lo que probablemente se convierta en un edificio impersonal, en una zona nuevamente abandonada, y con otras construcciones aledañas horribles y banales, como las que se construyen al otro lado de Insurgentes. Las críticas en nombre del patrimonio se han dirigido más bien a las deudas que dejó el sistema político -que a tantos ha afectado en los decenios pasados-, a la habitual ceguera de las autoridades -que han pasado sobre los intereses colectivos para favorecer los privados- y al protagonismo de una figura relevante del salinismo en el medio financiero, críticas todas ellas pertinentes y respetadas. Sin embargo, me pregunto si realmente alguien tomó en cuenta la solución urbana de la torre: su escala, su posición con respecto a la pirámide, su forma arquitectónica, sus gestos y las nuevas vistas que nos ofrecería del monumento y del valle de México. No he leído una sola crítica sobre arquitectura, y por ello me parece que justamente el problema no es de urbanismo, ni siquiera de arqueología, sino de tamaño; de tamaño político traducido en tamaño físico. Tenemos un profundo temor a parecer grandes, o a emprender grandes empresas en la ciudad; años de imposiciones desencadenan hoy negativas intransigentes de comités de vecinos y grupos civiles de cualquier signo -recordemos el caso de la colonia Condesa o el estacionamiento en la plaza de la Cibeles.

Es muy cierto que las fuerzas de un laisser faire desbocado han causado muchos estragos en las ciudades modernas, y nunca ha sido más necesaria la defensa del patrimonio artístico y de las construcciones valiosas para la identidad de una urbe, pero esto no debe permitir que nos comportemos como curas santurrones que, en nombre de lo que para ellos es la comunidad o los valores de la sociedad, impongan recetas morales y prohibiciones ridículas. No podemos renunciar al derecho de expresión y testimonio de nuestra cultura, incluso y mejor aún, junto a los vestigios de construcciones notables del pasado. Es en la arquitectura donde mejor se reconoce la identidad de las ciudades y las regiones; en ella se han reflejado todos nuestros antepasados indígenas e hispanos, liberales y conservadores, aburguesados porfiristas y entusiastas revolucionarios. Hoy en día la experiencia acumulada en centros históricos y arqueológicos de muchos lugares del mundo demuestra que con decisiones inteligentes, sociedades abiertas y arquitectos sensibles y educados, no sólo se recuperan sitios de interés histórico sino que se revaloriza su posición dentro de todo el conjunto urbano en diálogo con la arquitectura de nuestro tiempo, y además se estimula la protección y el uso adecuado de las ruinas. No puedo evitar incluir en este texto la cita de la carta publicada en Le Temps de París en 1886, donde los firmantes: ``protestan con todas sus fuerzas, con toda la indignación, en nombre de la historia y el arte franceses amenazados, contra la erección en pleno centro de nuestra capital de la inútil y monstruosa torre Eiffel''.* La misiva continúa aludiendo a los riesgos que la torre suponía, al daño al paisaje parisino y al infernal progreso de ``una gigantesca y ridícula chimenea de fábrica''; y si la carta nos deja estupefactos, nos sorprenden más aún las firmas que la acompañan: Guy de Maupassant, Alexandre Dumas hijo, Messonier, Charles Gounod... ¿Cómo dudar de la capacidad intelectual de semejantes defensores del patrimonio francés? Y hoy, ¿quién sería capaz de darle la razón a sus argumentos? Tampoco hoy podemos dudar de la capacidad o de las intenciones de los defensores de Cuicuilco. Simplemente, creo que el clima a lo jacobino de este fin de régimen hecha por tierra un magnífico proyecto para una torre que, lejos de estropear el entorno visual de la construcción prehispánica, le da coherencia a un espacio que sin duda -y por desgracia- ya antes estaba invadido y desarticulado. La Torre de Cuicuilco serviría como un foco ordenador de la zona, como el maravilloso arco diseñado y cuidadosamente situado por Von Spreklenssen para la Tete Defense en París, cuya sola presencia logró dotar de unidad y fuerza a un espacio que se erigía como un puro desorden de torres y vialidades. Me pregunto si alguien reparó en ello. Si acaso pudiéramos fechar los orígenes de la ciudad de México, probablemente coincidirían con los de la construcción de Cuicuilco, pero no es posible fechar el fin de las metrópolis que, como México, son entes vivos. Cuicuilco representa sólo un momento dentro de esa historia.

Es inaplazable discutir y definir la noción de patrimonio. Hace tiempo que la noción de Centro Histórico dejó de ser operante; no podemos olvidar que la ciudad de México fue construida encima de otra ciudad, para bien y para mal. Es un hecho insoslayable que cada vez que se decide erigir una nueva edificación, nos enfrentamos a la disyuntiva de mantener únicamente los restos arqueológicos o convivir con ellos. No es una discusión sencilla, lo sé; ya no debemos caer en el exceso que arrasó con los centros históricos de muchas ciudades, pero también es claro que el otro extremo -el del inmovilismo, el de no tocar una sola piedra antigua, el temor a lo Grande, a las ideas nuevas y a la cultura contemporánea- no es el camino más deseable. Todos sabemos que los antepasados construían sobre sus propios edificios, en un acto de gratitud cósmica y de apuesta al futuro, y no creo que las teocracias militaristas prehispánicas fueran mejores o peores que nuestros príncipes neoliberales. En el peor de los casos, en ambos el ímpetu constructivo es impulsado por intereses mezquinos y de poder, pero en el mejor, se procura dotar al espacio de más y mejores puntos de referencia y de orgullo ciudadano, proyectados por las mentes más lúcidas del momento.

¿Qué opinarían hoy los grupos ecologistas de la tala y el rasuramiento de un pedazo de cerro en el valle de Oaxaca para crear un centro urbano? ¿No es más lo que se obtuvo? ¿No es más esa maravilla llamada Monte Albán que un puñado de árboles ralos? Sospecho que son mejores los árboles que crecen ahí desde entonces, junto a esas piedras cortadas por el hombre. ¿No somos acaso mejores después de visitar ese pedazo de cosmos artificial? ¿Qué sería de ese fenómeno llamado Roma sin la aglomeración y congestionamiento de monumentos y épocas diversas? La discusión sobre los bienes históricos patrimoniales deberá ser bien razonada, más eficaz, menos monolítica y más amplia e incluyente. ¿Por qué nadie ha alzado la voz ante la construcción de ese par de infames torres de espejos al otro lado de Insurgentes que antes mencionaba y que, a mi juicio, merecerían ser destruidas antes de concluirse? También pertenecen a grupos igualmente poderosos, y no sólo afectan al entorno de la pirámide sino al más sutil y modesto de la Villa Olímpica, tan llena de significado. Nadie, que yo sepa, protestó cuando se cubrió de manera vulgar la pulida y bien diseñada fachada del Hotel María Isabel, robándonos un buen frente moderno de José Villagrán y violentando el contexto de uno de nuestros mejores símbolos: el çngel de la Independencia.

Ojalá que el nuevo Gobierno de la ciudad no caiga en la tentación populista de vetar la edificación. La decisión sobre Cuicuilco puede ser una lección positiva pese a todo, si se sabe ver con calma y sin apasionamientos revanchistas. Es interesante apuntar que han sido los gobiernos socialistas europeos de los últimos tiempos los que han impulsado los mejores ejemplos de arquitectura y urbanismo moderno: el caso de la Francia de Mitterrand es bastante conocido; la España de Felipe González, ayudado de inteligentes alcaldes de izquierda como Pasqual Magarall en Barcelona, lograron reubicar a la península ibérica en el mapa de la historia contemporánea de la arquitectura; y recientemente, el flamante laborista Tony Blair debuta apoyando un gran edificio de exposiciones en Greenwich, diseñado por Sir Richard Rodgers, autor también de la magnífica sede de Lloyds en Londres. La ciudad de México está lista para su despegue: campo virgen para grandes intervenciones urbanas en vivienda, transporte y servicios, la recién descubierta inercia de la democracia y un partido de izquierda en la alcaldía, que espero no desperdicie la oportunidad de retomar la calidad arquitectónica y urbana de la ciudad de México, como se hizo en Cuicuilco.

* Lemoine, Bertrand, Eiffel, Ed. Stylos, Barcelona, 1986, pp. 86.