La Jornada Semanal, 2 de noviembre de 1997



EL RETO DE LANZARLE A ESPINO


Gerardo de la Torre


Gerardo de la Torre es quizás el único escritor que puede preciarse de haber lanzado curvas desde el montículo del Parque del Seguro Social. En este texto, el autor de Los muchachos locos de aquel verano desentraña el misterio de picharle al recientemente fallecido Héctor Espino. A una semana de haber concluido la Serie Mundial, De la Torre lanza una bola de nudillos al mayor beisbolista mexicano, el inolvidable Superman de Chihuahua.



a Juan José Reyes

"Niño Asesino'', ``Supermán de Chihuahua''. Refiere Cesáreo que así llamaban a Héctor Espino desde que comenzó a desforrar pelotas en la Liga Central. Luego, los Sultanes se lo llevaron a la Liga Mexicana, donde hizo historia. Cuarenta y seis palos de vuelta entera en una temporada. Antes de cumplir los 25 años ya había hecho pedazos las marcas de todos los bateadores que antes pisaron diamantes mexicanos. Y eso que, en los años cuarenta, acá jugaron las estrellas de las ligas negras. Y eso que en 1946 un millonario se trajo a peloteros titulares de las grandes ligas.

Le temblaban las piernas -refiere Cesáreo-, se le encogía el estómago y un sudor helado, con olor a miedo, comenzaba a brotarle nomás de imaginar que un día tuviera que lanzarle al señor Espino. Qué va, ni soñarlo. Era un lanzador segundón en cierta liga del sureste, circuito en que maduraban los novatos y al que iban a dar viejos peloteros en declive que más se defendían con experiencia que con facultades. Pero su ilusión era jugar en la Liga Mexicana y en ese territorio de la fantasía se insertaba la presencia de Espino en la caja de bateo, una pesadilla que lo acosaba aun despierto.

Aquellos tempranos pavores más tarde hallaron sustento en las marcas del bateador. Cómo no temerle al pelotero que en la Liga Mexicana llegó a conectar 453 cuadrangulares, y en la Costa, con los Naranjeros, otros 310. Refiere Cesáreo la antigua pesadilla y, como hace treinta años, cuando era un joven lanzador que se probaba, aparecen el sudor y los temblores.

Cesáreo lanzaba con velocidad. Pelotas submarinas que, dependiendo de cómo sujetara la esférica, chicoteaban hacia arriba o a los lados al llegar al plato, muy engañosas para los bateadores. Con eso puedes mantenerte en esta liga, le dijo desde el principio el instructor, pero si quieres volar más alto tienes que aprender a tirar curvas y cambios de velocidad.

Sabía lanzar la curva y el cambio, cómo no, pero el secreto estaba en dominar esos lanzamientos, en ponerlos donde se le antojara. Trabajó fuerte, refiere, y su segunda temporada ganó trece juegos y perdió cuatro. En la Mexicana, ese mismo año de 1964, Espino conectó 46 cuadrangulares, impulsó 117 carreras y su promedio fue de .371.

Héctor Espino no jugó en las ligas mayores porque no quiso, dice Cesáreo. Sostenían los malquerientes que le faltaron agallas. De la otra parte argumentaban que no lo atrajo el dinero que le ofrecían, que no hallaba contento en aquellas tierras. Por eso prefirió quedarse en la Liga Mexicana y a lo largo de 23 temporadas mantuvo un promedio de .353, lo que es decir 353 imparables por cada mil turnos al bat. Cinco veces fue campeón bateador y cuatro máximo jonronero. En invierno, con los Naranjeros, en igual número de temporadas, bateo para .330, trece veces encabezó a los bateadores y siete fue líder de cuadrangulares.

En el año de 1965, los Diablos de la Liga Mexicana llamaron a Cesáreo. Se le cumplía el sueño, refiere, pero estaba seguro de que también la pesadilla se materializaría. Durante la serie de tres juegos con los Tigres salió nomás a soltar el brazo. El lunes fue día de descanso. Al día siguiente iniciarían serie contra los Sultanes y el mejor toletero de la liga, el número 21, el temible Espino.

¿Está fuerte ese brazo?, preguntó el manejador a Cesáreo en el entrenamiento matutino. El lanzador dijo que sí. Pues ya veremos cómo se porta con los Sultanes.

La noche del lunes, Cesáreo no durmió bien. Esa tarde había bebido unas cervezas con los compañeros y todo el tiempo estuvo interrogando a los lanzadores. Qué le tiraban a Espino, cómo lo dominaban. Las respuestas, en vez de darle ánimo, lograron amedrentarlo. En la cama, recuerda, sudoroso, asustado, daba vueltas y vueltas, y en ese insomnio con visiones catastróficas intentaba tramar un buen plan de lanzamientos por si llegaba a enfrentar a Espino. Pero qué plan, si las revelaciones de sus compañeros desembocaban siempre en el desastre.

No hay manera de dominarlo, no tiene punto flaco. Le pega a todo lo que le acerques y nunca se va con bolas malas. Lo mejor es mantener bajitos los lanzamientos y si tienes suerte no te sacará la pelota del parque. No hay salvación, puedes tirarle píldoras o canicas y a cualquier cosa le conecta.

Esa noche logró dormir unas cuantas horas de sueño tenso y despertó tan cansado como si hubiera tirado un juego completo. Todo el día anduvo desganado, refiere, nervioso, de mal humor, en la boca un sabor a moneda de cobre. Era, no se engañaba, el sabor del miedo.

El primer juego lo dominaron los Diablos con facilidad y de nada sirvieron a los Sultanes el hit sencillo y el cuadrangular de Espino. Cesáreo no salió ni a soltar el brazo y recuerda que esa noche observó con mucha atención al Supermán. Su apariencia en la caja de bateo no inspiraba terror. No era un hombre de musculatura abultada ni esgrimía la macana en actitud amenazante. El sencillo lo había dado sobre curva hacia afuera; el jonrón lo conectó aprovechando una recta alta y pegada al cuerpo.

La siguiente jornada, los Sultanes tomaron ventaja desde la primera entrada y en la quinta, con la pizarra nueve por dos, el manejador envió a Cesáreo a calentar el brazo allá en la franja de terreno que separaba los jardines de la tribuna.

En la séptima, los Sultanes anotaron una carrera más. Tenían dos hombres en base y uno fuera cuando el manejador salió de la caseta para cambiar al pícher. Por los altavoces anunciaron el turno al bat del primera base, Héctor Espino. El manejador se volvió hacia el lejano calentadero y pidió al lanzador de brazo derecho. Bueno, muchacho, le dijo el instructor a Cesáreo, te llegó la hora.

Era una noche calurosa, pero cuando se encaminaba a la loma Cesáreo sintió frío. Un frío intenso y verdadero en el cuerpo y el alma. Sentía erizado el vello de la piel, le dolían los huesos, y muy adentro, bajo el uniforme empapado por la transpiración, un gran desasosiego. Primera vez que subía al montículo en la Liga Mexicana y tenía que ser para enfrentarse a Espino.

Cesáreo hizo seis tiros preparatorios mientras Espino, a un lado, magnífico y sereno como una estatua, apoyada la cadera en el mango del bat cuya punta descansaba en el terreno, contemplaba el ir y venir de la pelota. Al fin, el toletero tomó su sitio en la caja de bateo.

Mantén tus lanzamientos bajitos, recuerda Cesáreo que recordó. Y su primer disparo fue una recta baja, bola mala rozando las rodillas del bateador. Tenía las manos húmedas y tomó el saquito de brea que estaba al pie de la loma. En su mano, el sudor y la brea formaron una mezcla pegajosa, refiere. El receptor pedía una recta baja a la esquina de afuera. El lanzamiento de Cesáreo pasó a buena altura, pero muy afuera, lejos del alcance del bateador. Insistió el receptor, bola baja y afuera, y el tercer disparo se clavó en la tierra antes de llegar a la goma.

El ampáyer levantó tres dedos de la mano izquierda para indicar las tres pelotas malas. El receptor se acercó a Cesáreo. Este lanzamiento lo va a aguantar, le dijo, pásalo por el centro, valiente. Cesáreo se quitó la cachucha, recuerda, y con la manga de la camiseta secó el sudor abundante que nacía en su cabellera y se derramaba por la frente para acumularse en las cejas y los párpados.

Puso el pie en la placa. El receptor se había colocado exactamente tras el centro del pentágono. Cesáreo se impulsó y envió un disparo rápido, alto, que se fue cerrando sobre el bateador. Espino dio un salto hacia atrás pero no pudo evitar que la pelota le golpeara el brazo izquierdo. Golpeado, dijo el ampáyer, toma la base. Espino avanzó al trote hacia la primera colchoneta.

El manejador salió de la caseta y se dirigió al montículo. Extendió la mano exigiendo la pelota. Te falta mucho, chamaco, dijo. Y pidió otro lanzador.

No sirvo para esto, refiere Cesáreo que le dijo con toda honestidad al manejador al terminar el juego, me falta corazón. El manejador asintió con breves movimientos de cabeza y esa misma noche Cesáreo pidió su baja, esa misma noche tomó el autobús de vuelta a su pueblo en el sur de Veracruz y juró, refiere, abandonar para siempre el beisbol.

Si otro hubiera sido su primer bateador, cualquier otro, hubiese podido quedarse unos años en la Liga Mexicana, refiere Cesáreo. Quién sabe, dice. Y con ojos apagados se mira la mano de lanzar que jamás volvió a tomar una pelota.