La Jornada Semanal, 2 de noviembre de 1997
El autor de Mañana en la batalla piensa en mí no es ajeno al cine. Los lectores de esa novela recordarán el pasaje en el que el Rey y el protagonista entretienen las preocupaciones de la alta noche con una película en televisión. En este artículo, Marías nos lleva a la condición indeleble de los iconos cuya filmografía se ha interrumpido para siempre.
Este título se lo robo a Faulkner, ya que este año se cumplen el centenario de su nacimiento y sesenta y seis años de su extraordinario cuento ``Todos los pilotos muertos''.
Ahora se han muerto seguidos Robert Mitchum y James Stewart, que representaron mejor que nadie la maldad sin mezcla y la recta cólera, respectivamente. Ya hemos leído suficientes necrológicas, la mayoría ignorantes. Quizás escritas por jóvenes que, por así decir, no crecieron viéndolos. Para los de mi edad y aún mayores, hay una serie de actores y actrices cuya extinción sentimos incongruentemente como la de nuestro mundo, cuando ese mundo consiste principalmente en nuestras personales vidas españolas y jamás hemos visto ni tratado a las estrellas del antiguo Hollywood. Y sin embargo fueron parte importante de nuestra infancia y adolescencia, hasta el punto de considerarlos casi como viejos amigos, personas que, aun desconocidas, están siempre presentes en nuestra renovable memoria y contamos con ellas. Lo comenté hace no mucho al hablar de Dean Martin: los escritores, los cantantes, los actores cuyo trabajo perdura no desaparecen del todo, se los puede visitar en la repetición indefinidamente, y quizá los que mantienen mayor presencia son los últimos, a los que nunca hemos visto en tanto que ellos mismos pero cuya corporeidad ficticia los hace más reales y vivos cuando reaparecen, a una orden, en nuestras pantallas.
Esa sensación de amistad antigua yo la he tenido, por ejemplo, cuando al pasar por una ciudad extranjera en la que me sentía algo solo, o al encender la televisión en un hotel perdido e inhóspito, me he topado con el cartel de un cine, o con las imágenes de un actor o actriz conocidos. Y en esos momentos, lejos de denostar la ``globalidad'' del mundo, he agradecido que placeres como el buen cine sean compartidos universalmente por mis semejantes.
En un par de generaciones de intérpretes se da además el elemento familiar de la infancia. Como muchos otros, yo he tenido muy presente de niño a John Wayne y a Gary Cooper, a Henry Fonda y a Burt Lancaster, a Alan Ladd y a Stewart Granger, tentadores modelos de héroe en los juegos infantiles. Y también a Lee Marvin y a Robert Ryan, a Jack Palance y a Richard Widmark, a Dan Duryea y al propio Mitchum, asimismo tentadores modelos de villano con fascinación y gracia. Y por supuesto he contado mucho con la existencia de tentadoras actrices, desde la pelirroja Rhonda Fleming de mis seis o siete años, hasta la arrebatadora Ann-Margaret de mi pubertad, pasando por la niña que yo creía de mi edad, Hayley Mills (me llevé un gran disgusto cuando descubrí que a mis trece ella tenía diecisiete: inconvenientes del retraso con que se solía estrenar en España), la angelical Audrey Hepburn, la extraterrestre Anne Francis y la exuberante y demoniaca Jayne Mansfield, que acabó bajo el influjo del maligno Anton LaVey y murió decapitada en un accidente de coche. Nunca fui limitado en mis gustos, aunque exigía un aspecto limpio.
Uno lamenta que se vayan del mundo personas con las que nunca ha hablado, y no es tan raro ni incomprensible llorar una muerte del periódico. Entre otras cosas, uno siente que el mundo que ya no las alberga es más pobre y más feo y menos vividero por ello, y también sufre la impresión que sin duda la mayoría de los viejos padecen, o los más resistentes, que ven caer uno tras otro a los seres queridos que los acompañaron durante la larga vida. Creo yo que lo que los afecta no es tanto el anuncio vicario de su propia muerte cuanto las progresivas soledad y extrañeza ante un mundo en el que ya no están quienes naturalmente solían, aquellos con quienes se cuenta y a los que uno cuenta. Por eso pienso a veces que la dejación actual de los viejos es una de las crueldades más graves de nuestro tiempo: ni siquiera se les echa una mano para que conserven el hilo de la continuidad que la propia vida sin cesar les va cortando.
Ya sólo queda Katherine Hepburn, de los más ancianos; algo más jóvenes, Kirk Douglas, Gregory Peck, Charlton Heston, Paul Newman, Shirley MacLaine, Laureen Bacall, Jack Lemmon, Maureen O'Hara, no fuerzo la memoria. Aún más jóvenes y aún de esa estirpe, Sean Connery y Michael Caine. Que duren todos muchos años en carne y hueso. En celuloide ya sabemos que durarán para siempre.