La Jornada Semanal, 2 de noviembre de 1997
Stephen Spender (1909-1995) es uno de los principales representantes de la poesía inglesa de este siglo. Se dio a conocer con W. H. Auden y Cecil Day Lewis en la New Signatures Anthology (1932), participó en las discusiones de la nueva izquierda inglesa y en el Congreso AntifascistaÊde Valencia (1937), y fue uno de los principales críticosÊy editores de las revistas Horizon (1939-41) y Encounter (1953-1967).
En 1936, Malcolm Lowry escribió un cuento titulado ``Bajo el volcán''. Es el relato de la excursión a una fiesta en Chapultepec que emprende un hombre llamado solamente el Cónsul, acompañado por su hija, Yvonne, y el novio de ésta, Hugh. El paseo se ve brutalmente interrumpido por la escena de un crimen: un indio está tirado en una zanja a la orilla del camino -alguien le ha puesto el sombrero sobre los ojos para ocultar una herida de la que mana sangre sobre su rostro. El autobús en el que viajan es detenido, los pasajeros descienden y, debido a las leyes mexicanas, que permiten asociar con el crimen a quienes acudan en ayuda de la víctima después del hecho, no pueden hacer nada para ayudar al indio. Antes del desastre, el Cónsul, que es un borracho, ha advertido solidariamente a otro pasajero, un pelado (``Los pelados, pensó, eran aquellos que no necesitaban ser ricos para hacer presa de los pobres de veras''). El pelado estaba ``sin duda borrachísimo, y le envidió de modo extraño, aunque tal vez lo que invadiese su ser fuera más bien un impulso de solidaridad''. Después del macabro encuentro, el Cónsul es quien se da cuenta de que el pelado ha robado el dinero del moribundo, con el que, de hecho, paga su pasaje. El autobús llega a la fiesta, y el Cónsul y Hugh notan que el pelado entra a una pulquería, contoneándose con una fatua sonrisa de triunfo en el rostro.
La trama de la novela publicada más de diez años después bajo el mismo título está prácticamente entera en este cuento, que integra el trágico fatalismo de México (el indio agonizante sin auxilio, el triunfante despojador del cadáver) con la situación personal del Cónsul, culposamente preocupado por la obtención de su próximo trago, mientras sus acompañantes se abstraen en una relación que lo excluye. Como el boceto del paseo matutino de un agente viajero por Dublín, que fue la semilla del Ulises, el cuento de Lowry creció hasta transformarse en una obra maestra. Pero en el libro ocurren dos cambios esenciales y reveladores: Yvonne ya no es la hija del Cónsul, sino su esposa que, después de abandonarlo a causa de su dipsomanía, ha regresado. Hugh se ha transformado en el prometido de Yvonne y el medio-hermano del Cónsul. Al cotejar ambas ficciones, la ambivalencia de la relación padre-hija y la del rival que es también medio-hermano, arroja luz sobre el Cónsul. La novela explora el pasado y el presente del Cónsul, relaciona su sino privado con el trágico fatalismo del entorno mexicano: lo que era un incidente se convierte en un calvario.
De entrada, quiero eliminar lo que para algunos lectores de esta novela podría parecer una seria objeción: la dipsomanía del Cónsul. Una novela en la que tres cuartas partes del tiempo el héroe está borracho puede parecer una historia demasiado clínica. Podrían protestar que no trata de la vida normal, y que por lo tanto no les incumbe. Tal objeción tiene cierto peso. De hecho, creo que en las últimas escenas del libro la desintegración del Cónsul tiende -quizá de manera inevitable- a ``adueñarse'' demasiado. El Cónsul se convierte en un objeto, el trágico desenlace parece demasiado fragmentado. Pero no es sino hasta el mismo fin que el Cónsul se asemeja a su comportamiento clínico. La naturaleza fragmentaria de esta última parte sirve más bien para subrayar el control y la lucidez de todo lo que ocurre hasta que muere el Cónsul. Se trata de una novela sumamente lúcida.
Es verdad que Bajo el volcán probablemente sea la mejor descripción ficticia de un borracho. La adicción del Cónsul es tratada como una especie de juego trágico, en el que existen tantos movimientos como estados de ánimo, que el Cónsul juega y actúa para engañar a los otros, pero sobre todo a sí mismo. La causa radical de su embriaguez es la soledad. Las primeras páginas del libro, en las que M. Laruelle medita en su amistad juvenil con el Cónsul, así lo indican. Para quienes quieren desentrañarla, la historia clínica del Cónsul -su anhelo de compañía, su temor al sexo, su puritanismo profundamente idealista, su rechazo al mundo y su reprimida tendencia homosexual- está incrustada en la narración. Cuando terminamos de leer esta novela, sabemos cómo piensa y siente un borracho, cómo camina y se acuesta, y experimentamos no sólo el aturdimiento de la embriaguez sino también sus momentos de clarividencia, de acabada expresión.
Del mismo modo, el que Lowy borde sobre las diferencias entre cerveza, vino, la ginebra Bols y la experiencia satánica del mezcal, sólo es algo accesorio a la verdadera tragedia del Cónsul, que es de interés para este mundo en este tiempo. Fundamentalmente, el tema de Bajo el volcán no es la embriaguez, así como El rey Lear no se reduce al tema de la senilidad. Trata del Cónsul, a quien percibimos como un hombre grandioso y destrozado, que podría haber escrito la novela que describe su caída, lo cual significa que, si consideramos la conciencia que logra alcanzar como si se tratara de una obra de arte, la suya no es una caída, sino un triunfo.
Bajo el volcán es una entre muchas obras sobre el colpaso de los valores en el siglo XX, de la misma manera en que vemos el colpaso del poder en El rey Lear a través de la deshecha mente del rey. En Bajo el volcán se encuentran la trágica desesperanza de México y, más allá de México, el desamparo de Europa, desgarrada por la Guerra Civil española, que vemos magnificada y distorsionada en la mente del Cónsul y de Hugh.
El Cónsul, entonces, es un héroe moderno -o bien un antihéroe- que, con su radicalidad, refleja una extrema situación externa. Su neurosis se convierte en diagnóstico, no sólo de sí mismo sino de una fase de la historia. Artísticamente está justificada porque la neurosis, vista no sólo como la historia clínica de un hombre, sino en un contexto más amplio, es el instrumento que registra los efectos de un estadio particular de la civilización sobre un individuo civilizado, y el Cónsul es, esencialmente, un hombre cultivado. El individuo más sensible, aunque no sea el más normal, puede brindarnos la expresión representativa de un colapso que afecta a otras personas en niveles de los que apenas son conscientes.
Bajo el volcán debe ser considerada en el contexto de la Europa de los años veinte y treinta, que produjo el Ulises, La tierra baldía, Los oradores y otras obras acerca de la moderna ``descomposición de valores''. Al mismo tiempo, es totalmente distinta de esas obras, pues la perspectiva que Lowry tenía de la literatura era diferente a la de Joyce y a la de Eliot, sobre todo con relación a aquellos escritores de los años treinta a los que Lowry consideraba ``pedagogos de la poesía''. El acercamiento de Lowry a la escritura era autobiográfico, personal, incluso subjetivo, mientras que la ambición de escritores como Eliot y Joyce -a quienes Lowry adoraba, temía, imitaba y malinterpretaba- era inventar una literatura moderna, ``objetiva'', exenta de elementos autobiográficos y subjetivos. Joyce, Eliot y Pound aspiraban a una escritura que era ``un escape'' de la personalidad, no ``una expresión'' de ella. Su empleo del simbolismo y la mitología, su actitud hacia la tradición, su desapego e ironía, procuraban una mayor objetividad. En la conciencia de esos poetas y novelistas parece haber el mapa de un inmenso paisaje en el que, de un lado, está el orden del pasado y, del otro, el caos del presente. Según su estética, el poeta es un instrumento sensible en el que influye la situación que vive, capaz de relacionar el orden del pasado con el caos presente y ejercer su juicio, pero sin comunicar su personalidad. Su propósito es crear una obra de objetividad clásica en la que se recree el orden del pasado bajo una forma que refleje la fragmentación del presente. El propio poeta emplea una irónica máscara impersonal.
Es evidente cuán lejos estaba Lowry de esas metas intelectuales cuando se compara su uso de los mitos y de los símbolos en Bajo el volcán con el uso que les daban Joyce y Eliot. Varios críticos han apuntado que Bajo el volcán está atestado de referencias mitológicas. Hay un ejemplo, justo al comienzo del libro. M. Laruelle, el productor francés de cine, quien en la adolescencia fue amigo de Geoffrey Firmin, el Cónsul, y que posteriormente se enamora de Yvonne, medita años después sobre los acontecimientos que condujeron a la muerte del Cónsul mientras camina por la meseta en la que se asienta Quauhnáhuac:
Se detuvo en la mitad del puente; encendió un nuevo cigarrillo y se asomó por encima del parapeto. Era demasiado oscuro para ver el fondo, ¡pero aquí sí existían finalidad y hendidura! Quauhnáhuac era, en este aspecto, como la época: por dondequiera que se mirase aguardaba el abismo a la vuelta de la esquina. ¡Dormitorio para zopilotes y ciudad de Moloch! Mientras se crucificaba a Cristo -decía la hierática leyenda traída por el mar- la tierra se había abierto en toda esta región, aunque en aquel entonces la coincidencia difícilmente pudo impresionar a alguien. En este mismo puente el Cónsul le sugirió alguna vez que hiciese una película sobre la Atlántida. Sí, asomado de la misma manera, ebrio (aunque dueño de sí), coherente, un tanto loco, un tanto impaciente -fue una de esas ocasiones en que el Cónsul había bebido hasta la sobriedad- le había hablado sobre el espíritu del abismo, sobre el dios de la tempestad, el ``huracán'' que ``atestiguaba de manera tan sugerente sobre las relaciones entre una y otra orilla del Atlántico''. Cualquiera que fuese el significado de lo que quiso decir.
Este párrafo contiene una buena cantidad de mitos simbólicos, pero son empleados como metáforas, como analogías. No como en Eliot o en Pound, en los que la situación contemporánea es identificada con la mitología y así, al quedar integrada con el pasado, es trascendida. El abismo que hiende la meseta mexicana bajo el volcán es como la época -los años treinta y cuarenta. Hay la sugerencia de que Cristo descendió al abismo para rescatar a los justos del infierno. Pero en quien pensamos es en el Cónsul, no en Cristo. Al final de la novela, el Cónsul es arrojado al abismo.
Un crítico -David Markson- señala que la ``omniabarcante evocación mítica'' de Bajo el volcán es ``joyceana'', y cita paralelos homéricos con la novela, que equivalen a los de Joyce en Ulises.
Para superar a Joyce y a Eliot, por así decirlo, añade que esta novela incorpora ``ideas de Jung, Spengler, Freud, Frazer, Spinoza, Jessie L. Weston, metafísica oriental y -en buena medida- el idealismo filosófico de George Berkeley''.
Todo eso está muy bien, pero es engañoso suponer que la vida y la inteligencia reveladas en Bajo el volcán se asemejan a las de Ulises, Finnegans Wake o La tierra baldía. El hecho es que, aunque los tres escritores empleen mitos y simbolismos y les preocupe la crisis del mundo moderno, las metas y los métodos de Lowry son opuestos a los de Joyce y Eliot. Ellos emplean ejemplos específicos de gente moderna para poder avanzar hacia, y entrar en, una tradición universal más amplia, de la que la vida moderna es tan sólo un fragmento. Emplean mitos y símbolos para salir de la ``época'' y entrar al pasado de la tradición. Lowry los emplea para ejemplificar la ``época'', y delínea al Cónsul casi como una ilustración. En el Ulises el símbolo y el mito son empledos para que en ciertos momentos sea posible inscribir a los personajes en una especie de conciencia cósmica. Lowry los utiliza para crear el mundo interior del Cónsul. Stephen Dedalus y Bloom tienden a desaparecer en el cosmos. Terminamos la lectura de Bajo el volcán sintiendo que, a pesar de todos sus defectos, el Cónsul es el cosmos, y que también es Malcolm Lowry. Tal vez esta sea una manera de decir que tanto Lowry como su héroe son románticos.
Se ha dicho que el héroe del Ulises es el idioma en que está escrito el libro, y uno no imagina a Joyce muy a disgusto con tal idea, a condición de que se agregue que el idioma es la historia de la raza. El héroe de Bajo el volcán es la conciencia autobiográfica del Cónsul, que es una máscara de Lowry. A éste le interesa la capacidad del Cónsul -condicionado por circunstancias que son en parte las de su propia psicología, y en parte las que le impone ``la época''- para triunfar sobre sí mismo, para crear un orden a partir del material que su fragmentada conciencia le brinda. Más que una aseveración sobre la civilización, Bajo el volcán es la descripción del alma de un hombre bajo las circunstancias de una fase histórica. En ese sentido, no pertenece a la literatura que ``describe el Occidente'' de los años veinte, sino a una literatura más restringida, relacionada con esa época y más especialmente con los años treinta.
En la novela de Lowry, los símbolos y los mitos no son los misteriosos centros de una tradición que yace fuera del tiempo, sino instrumentos útiles, señalamientos que indican la naturaleza de los tiempos. Son lo que el Cónsul es: un gran hombre frustrado. Joyce le permite a sus personajes saber más de lo que probablemente habrían sabido. No obstante, apenas nos maravillamos por los conocimientos de Leopold Bloom -y todavía menos por los de Stephen-; ni pensamos que la inteligencia que permea Ulises sea la de Joyce: reconocemos en ella una conciencia histórica que ejemplifica una civilización. En Bajo el volcán tomamos la mitología para demostrar la grandeza del entendimiento del Cónsul. Es parte de su ruinoso triunfo y demuestra la tragedia de ``la abatida inteligencia del estudioso''. El efecto de que leamos acerca de naves que se llaman Edipo Tirano y Filoctetes es el de tambores palpitantes que acompañan su procesión funeral. La rueda de la fortuna, la barranca -la profunda hondonada llamada la Malebolge-, el caballo sin jinete, etcétera, son la maquinaria de esta tragedia, una máquina ella misma.
Lowry ha tomado prestado de Joyce, ha puesto de cabeza sus instrumentos simbólicos y los ha usado para sus propósitos, sea con una inteligencia audaz o con una especie de inspirada equivocación. Pero la influencia más directa sobre este extraordinario libro no es de otros novelistas, sino del cine, quizá sobre todo del cine de Eisenstein. El viejo cine silente, acompañado de letreros, se deja sentir a través de la novela. Jacques Laruelle es un director de cine, desilusionado de Hollywood. El Cónsul le sugiere un tema para una película. Yvonne ha sido actriz de cine -aunque es obvio que fracasó en ello. Hugh es un personaje que fácilmente podría aparecer en una película sobre la Guerra Civil española o sobre la Revolución mexicana. La técnica de Bajo el volcán es esencialmente cinematográfica. La acción comienza con un extenso flashback en la mente de Laruelle, quien recuerda durante una caminata la muerte del Cónsul y reconstruye la secuencia de hechos que lo condujeron a ella. Luego retrocede aún más en sus recuerdos, hasta las escenas en que él y Geoffrey Firmin eran huéspedes de la familia de un poeta inglés, Abraham Taskerson. Hay flashbacks dentro de flashbacks, y abruptos cambios de tomas amplias a close-up. Con frecuencia, la técnica empleada se asemeja al proceso de edición. La frase ``Las manos de Orlac'' aparece una y otra vez. Está impresa en un cartel que anuncia una película cuyo actor principal es Peter Lorre. Se nos habla mucho sobre esta película. Poco después de su llegada, Hugh le explica a Yvonne: ``Creo que he visto esa película de Peter Lorre en algún lado. Es un gran actor pero la película es malísima... Es sobre un pianista que tiene un sentimiento de culpa porque cree que sus manos son las de un asesino o algo así, y se la pasa lavándoselas para quitarse la sangre. Quizá realmente son las de un asesino, pero no me acuerdo.''
Este es un ejemplo de la manera en que Lowry emplea el simbolismo para ilustrar un tema, que también subraya el interés de todos los personajes por el cine. Poco antes, Yvonne ha descrito el pequeño cine del pueblo:
Es un lugarcillo extraño... podrías encontrarlo divertido. Antes, pasaban noticieros viejos de hace dos años, y no creo que la situación haya cambiado. Y siempre vuelven y siguen volviendo las mismas películas. Cimarrón y Los buscadores de oro de 1930 y, ¡oh!, el año pasado vimos un documental de viaje, Vengan a Andalucía, a manera de noticiero español.
-¡Vaya chiste!, dijo Hugh.
Las palabras ``Las manos de Orlac'' aparecen con suficiente naturalidad cada vez que uno de los personajes las mira, como un movimiento de la cámara ojeando una noticia impresa. (Uno piensa en Soy una cámara. Alguien debería escribir una tesis sobre la influencia del cine en la novela -es decir, en la novela seria). La familiaridad que los espectadores de cine tienen con esta técnica es ingeniosamente transformada en un recurso literario. Frases con significados más profundos, ``No se puede vivir sin amar'' y ¿le gusta este jardín que es suyo? ¡evite que sus hijos lo destruyan!, son interpoladas en la acción como subtítulos en un idioma extranjero. Y, desde luego, la técnica de la atención dividida también se emplea magníficamente para mostrar una característica de la embriaguez del Cónsul: el diluirse de su atención.
El cine es movimiento. Al crear un paisaje móvil -o un paisaje fijo contra personajes móviles- Lowry aprovecha esos recursos para su propia escritura cinética. Parece escribir con cada una de las facultades que son activas o que observan la acción: los músculos de la pantorrilla, la garganta que traga, la franca mirada del ojo que observa, la memoria que representa. Cuando M. Laruelle recuerda las vacaciones junto al mar con la familia Taskerson, esta fusión de energías musculares y mentales es vista como algo simultáneamente dichoso y comunicativo, aunque acompañado de matices oscuros. Son recuerdos de los que el lector se enamora, que envidia y lamenta:
Aquellos chicos eran portentosos caminantes. No les arredraba caminar cuarenta o cincuenta kilómetros al día. Pero lo que parecía más extraño aún -ya que ninguno había pasado la edad escolar- es que fueran asimismo portentosos bebedores. En el curso de una simple caminata de ocho kilómetros solían detenerse en igual número de tabernas y beber, en cada una, uno o dos litros de potente cerveza. Hasta el más joven, que no cumplía los quince años, se acababa sus seis litros en una tarde. Y si alguno vomitaba por esta razón, tanto mejor. Así le quedaba sitio para seguir bebiendo. Ni Jacques, de estómago débil -aunque en casa estaba acostumbrado a tomar cierta cantidad de vino-, ni Geoffrey, a quien le repugnaba el sabor de la cerveza y asistía a una severa escuela wesleyana, podían soportar esteÊritmo medieval. Pero, de hecho, toda la familia bebía desmedidamente. El viejo Taskerson, hombre agudo y bondadoso, había perdido al único de sus hijos que heredara un mínimo de talento literario; cada noche se sentaba, pensativo, en su estudio, dejaba la puerta abierta, y bebía hora tras hora, sus gatos sobre el regazo, y el diario vespertino con el crujido de cuyas páginas manifestaba lejano reproche contra los demás hijos, quienes, por su parte, se quedaban bebiendo en el comedor hora tras hora.
Un párrafo de esta naturaleza posee la energía de la vida que describe. Cantando su alegre canción ``Oh we all walk ze wibberlee wobberlee walk,'' los adorables Taskerson, con Jacques Laruelle y Geoffrey Firmin reclutados en su ejército de condenados, caminan hasta el Bunker del infierno, ``a mitad de la colina que antecedía al hoyo dieciocho. En cierto sentido protegía el césped, si bien a gran distancia, ya que estaba situado mucho más abajo y ligeramente a la derecha. La fosa se abría como si quisiera engullir el tercer tiro de una golfista como Geoffrey.''
El Bunker del infierno también es el lugar al que los hijos de Taskerson llevan a sus chicas, aunque ``en general, en aquello de `levantarlas' había algo inocente.'' De manera que hay una conexión subterránea entre el infierno del campo de golf a la orilla del mar, y ese golfo -la barranca de Malebolge- en Quauhnáhuac. Un día Jacques Laruelle sorprende accidentalmente a Geofrrey Firmin saliendo del Bunker del infierno con una muchacha. Incómodos, van juntos a un bar donde Geoffrey, por primera vez, ordena una ronda de whiskies que el mesero se rehusa a servirles porque son menores. ``Desgraciadamente, por alguna razón, su amistad no sobrevivió a estas dos pequeñas aunque lastimosas frustraciones.''
Lowry contempla la vida desde una perspectiva individualista, opuesta a la de Joyce, a la de Faulkner o a la de Eliot. Como ya señalé, los personajes de Joyce son instrumentos a través de los cuales habla una conciencia histórica, incluso colectiva. La forma en que actúan es importante porque revelan lo que son y, más allá de ellos, lo que es la vida. Con Lowry uno nunca se aparta mucho de la idea de que, aunque hay una enfermedad, también puede haber una cura. Uno siente que, si el Cónsul actuara, además de él mismo podrían salvarse muchas cosas. De ahí que su incapacidad de actuar se convierte en una especie de acción. Su rechazo a ser heroico lo convierte en héroe, pero en un héroe de la conciencia, distinto del heroísmo autocomplaciente de Hugh en la Guerra Civil española. Lo que para él parece ser su más profunda verdad, es su aislamiento. Para resguardarlo, rechaza el amor. Es imposible imaginar que Dedalus o Bloom hagan algo que pudiese alterar la trama entera de Ulises. Pero si el Cónsul actuase, Bajo el volcán sería un mundo totalmente distinto.
Para Lowry, la conciencia es resultado de la acción individual. A través de los pensamientos del Cónsul se da el argumento de que si pudiese alcanzar la más plena conciencia bebiendo solamente mezcal, entonces debería beberlo. Así se justifica la dipsomanía, o el padecerla. También siente en lo más profundo de sí que en estos tiempos el precio que ha de pagarse por una conciencia plena es el aislamiento. Su dilema es decidir si el aislamiento implica el rechazo del amor. Es un dilema a la vez falso y real. Real, porque intelectualmente Yvonne no entra en el tipo de consideraciones que conforman la conciencia de la terribilitá que posee el Cónsul, y por lo tanto, su necesidad de proteger lo que ha logrado atisbar del infierno, es decir, su aislamiento, es real. Falso, porque su adicción interviene demasiado en este razonamiento, y porque (puesto que no se puede vivir sin amar) no existe excusa para no amar. La incapacidad de amar que padece el Cónsul es real, pero quizás el dilema mismo es real. Tiene que rechazar el amor para poder estar solo; tiene que ser asesinado porque rechaza el amor. El desesperado aislamiento de la concienca es absoluto. Tal vez por esta razón el penetrante elemento autobiográfico de la novela es inevitable. El autor crea un personaje de su propio padecimiento, y éste es apenas distinguible de la proyección de una imagen de sí mismo.
Para Lowry, el tema del aislamiento también implica el aislamiento del escritor. Por mucho que Joyce lo haya influido, Lowry se concebía a sí mismo como un solitario entre los escritores que eran sus contemporáneos. En el diario supuestamente ficticio Por el canal de Panamá, cuyo autor es Wilderness -una de las muchas máscaras de Lowry-, encontramos el siguiente lamento:
Puedo imaginar perfectamente a un escritor hoy, incluso a un escritor de primera, que nunca haya podido, ni sea capaz de entender, qué se proponen sus colegas, pues siempre ha sido demasiado tímido para preguntar. Tal deficiencia lo angustia mucho. Hombre esencialmente modesto, toda su vida ha hecho un gran esfuerzo para entenderlo (aunque quizá no haya bastado), por lo que su cuarto está lleno de ejemplares de Partisan Review, Kennyon Review, Minotaur, Poetry, Horizon, antiguos números de Dial, de cuyos contenidos no consigue sacer nada en claro...
Mientras más se lee la obra de Lowry y lo que sobre él se ha escrito, más se tiene la impresión de que no escribió sobre nada que no hubiese visto o vivido. Pero no es por eso que es profundamente autobiográfico. Lo que quiero decir al llamarlo así es que en sus escritos arma una imagen del mundo uniendo situaciones que son autoindentificatorias. Bajo el volcán es su mejor libro porque es la suma de todas ellas. Los sufrimientos que padeció en México le permitieron expresar sus sentimientos más profundos acerca de su vida, su visión de ``la época''.
El trabajo de Lowry no es, ya lo he señalado, ``un escape de la personalidad'', sino el ensamblamiento de un gran número de situaciones que experimentó. En comparación con Bajo el volcán, la mayoría de sus obras restantes padece la limitante de que el personaje central sea el mismo Lowry y de que los otros personajes sólo tengan dos dimensiones. Esto se evita o se compensa en Bajo el volcán gracias al hecho de que distribuye su personalidad en varios personajes. Es obvio que Hugh, el medio hermano del Cónsul, es el Cónsul en su juventud, y que ambos son aspectos de Lowry. M. Laruelle es un espejo del Cónsul, como lo confirman sus meditaciones al principio de la novela, totalmente sobre Geoffrey Firmin.
Y para cerrar el círculo del Cónsul como irradiador de su propio mundo, durante su agonía, luego de que le han disparado, se da cuenta de que él es el ``pelado'' que robó su dinero al indio tirado a la orilla de la carretera. Y el viejo violinista al lado del camino se dirige a él con la palabra que había pronunciado antes el indio moribundo: ``compañero''. De alguna manera él era el pelado y también el compañero.
Los escritores a quienes Lowry siempre fue capaz de comprender, eran aquellos con los que tenía afinidades psicológicas: Conrad, Kipling, Melville, Nordahl Grieg, Conrad Aiken. Viajó enormes distancias para conocer a Grieg y a Aiken. Supongo que por un proceso inevitable para Lowry, Aiken se convirtó en su ``padre''. También inevitablemente, Lowry insistía en que el hijo tenía que destruir al padre. Uno sospecha que si Conrad o Melville hubiesen estado vivos, Lowry habría proyectado la misma clase de transferencia en ellos, seguida por la misma rebelión.
La obra de Lowry es la persecución de su propia identidad a través del laberinto de sus experiencias. Desde luego, su biografía no es idéntica a la de sus personajes, pero tiene una calidad legendaria que se mezcla con la de ellos inextricablemente. Cuando nos enteramos, por ejemplo, de que entre los nueve y los trece años Lowry padeció ulceraciones en las córneas que casi lo dejaron ciego -aunque después de curarse desarrolló una vista excepcional-, sentimos que añadimos algo a nuestro conocimiento de la solitaria infancia de Geoffrey Firmin. Sería muy comprensible confundir muchos de los hechos de la vida de Lowry con la de Geoffrey Firmin.
Lowry nació con el sonido y la vista del mar (como nos informa Conrad Knickerbocker), en Merseyside, Cheshire, el 28 de julio de 1909, ``el último y menos deseado de cuatro hijos''. Había tendencias aventureras por ambas partes de su familia. Su padre era un rico comisionista algodonero, propietario de campos de algodón en Egipto, Perú y Texas. Su abuelo era el marino Boden, un capitán de navegación noruego sobreviviente de muchos naufragios. A los siete años, Malcolm fue enviado a un internado y separado de sus padres, quienes pasaban el tiempo viajando. Después de recuperarse de su enfermedad en los ojos, se convirtió en un excelente deportista, y fue campeón juvenil de golf cuando tenía quince años. Descubrió su vocación como escritor en The Leys, una escuela cerca de Cambridge, y decidió no proseguir en el negocio familiar del algodón. Al salir de The Leys, convenció a su padre de que lo dejara irse de marinero por un año antes de ingresar a Cambridge. Las aventuras que vivió ese año quien resultaría un inadaptado para el trabajo a bordo -así como para la escuela privada, para Cambridge o, años después, para la vida literaria inglesa- están registradas en su primera novela, Ultramarina.
Quienes han escrito sobre Lowry tienden a menospreciar su interludio académico; pero, de hecho, Lowry se convirtió en una leyenda entre sus compañeros de estudios, trabó una o dos amistades de por vida en Cambridge (especialmente con John Davenport), y fue reconocido como uno de los estudiantes sobresalientes de una generación particularmente brillante: la de Oxford y Cambridge de principios de los treinta. Como Hugh en Bajo el volcán, Lowry era un músico, un guitarrista entusiasmado por el jazz.
Después de Cambridge, Lowry vivió un tiempo en Londres, durante el cual se publicó Ultramarina. Luego fue a España, donde conoció a su primera esposa, Jan, una norteamericana. Tras la boda, Jan volvió a Estados Unidos y Lowry vivió en París, compartiendo un departamento con James Stern, el cuentista y novelista. Después de París vivió alrededor de un año en Nueva York, y de allí fue a Hollywood, donde se reunió con John Davenport y escribió varios guiones de cine. Luego de reunirse con su esposa viajaron a México, a Cuernavaca, escenario de Bajo el volcán. En 1938 volvió a Hollywood, donde conoció a Margerie Bonner, quien se convirtió en su segunda esposa. Ese mismo año los Lowry se mudaron a Vancouver, y luego al este de Canadá, cerca de Toronto. Lowry pasó los años más felices de su vida reescribiendo Bajo el volcán muchas veces. A lo largo de la novela, el recuerdo de la Columbia Británica brinda un contraste casi paradisiaco con el infierno de México. Los Lowry vivieron junto a la playa en una cabaña hecha con sus propias manos, la cual sufrió incendios y otros infortunios propios de la naturaleza aventurera de Lowry. Sin embargo, el golpe más amargo que recibieron no fue de la naturaleza sino de las autoridades locales, que desalojaron a los Lowry de su cabaña a principios de los cincuenta y confiscaron la tierra en que había sido construida para un parque público. Disgustados, se marcharon a Europa en agosto de 1954, viajando primero a Italia y después a Inglaterra. Lowry murió el 27 de junio de 1957, en el poblado de Ripe, en Sussex, donde habían rentado una casa de campo.
Estos hechos escuetos están llenos de aventuras. Conrad Knickerbocker anota que el viaje marítimo de Lowry anterior a Cambridge ``lo llevó a Singapur, a Shanghai, Kowloo, Penagn [viajes durante los que vivió] una batalla en la que fue herido en una pierna, gloriosas parrandas juveniles en los bares de Yokohama, una tormenta con un cargamento de serpientes, un jabalí, panteras y un elefante''. Sabemos, por el relato de Margerie, que el manuscrito de Ultramarina se perdió antes de ser publicado y que Lowry tuvo que reescribir la novela a partir de notas, mientras que el manuscrito de Bajo el volcán apenas se salvó de un incendio en el que Lowry se quemó al rescatarlo, y que su traducción al italiano se perdió y nunca fue recuperada.
Debido al incidente de los disparos al principio del viaje, Lowry fue rechazado por el ejército y no participó en la guerra. El lector de Bajo el volcán advertirá, sin embargo, que su soledad y aislamiento de los acontecimientos públicos no significaban que fuese indiferente a lo que ocurría en los años treinta. De hecho, uno podría plantear que, por difícil que resulte ``ubicarla'', Bajo el volcán tiene una gran relevancia para la conciencia política literaria de aquella década. La Guerra Civil española atraviesa la novela perturbadoramente, y hay páginas penetradas por la maligna sombra del fascismo. Hasta cierto punto, Hugh es una caricatura de jóvenes escritores ingleses como el poeta John Cornford, asesinado en la Guerra Civil, y en quien Lowry debe haber pensado con aflicción. En el balance del bien y del mal, la policía mexicana corresponde a la policía española fascista, la odiada Guardia Civil. Es fascista y está involucrada en el asesinato del indio, cuya exclamación agonizante, ``compañero'', era la palabra con que los izquierdistas se identificaban en la Guerra Civil. El Cónsul mismo tiene una mala conciencia política y en México se sospecha que es un espía. Nos enteramos de que, en general, en América Latina se sospecha que los cónsules son espías. También hay indicios de que el Cónsul está obsesionado con sentimientos de culpa por lo que pasó en la primera guerra Mundial en el S.S. Samaritan (un barco de guerra disfrazado como mercante para atacar a los submarinos alemanes que hundían barcos mercantes), un hecho en el que el Cónsul se distinguió por su valor, pero por el cual fue llevado a corte marcial antes de recibir una condecoración. Hugh, con sus simplistas actitudes pro-republicanas, está ahí para recordarle al Cónsul que la acción y el compromiso existen, pero quizás es precisamente a causa de Hugh (que es uno de los lados del propio Cónsul) que no puede comprometerse. Hay una conversación entre ellos al calor de las copas en la que Hugh dice que el sistema nazi ``aun muerto, continúa devorando vivos a los hombres y mujeres que luchan''. A lo que el Cónsul responde: ``Lo mismo haría cualquier otro sistema... Incluyendo el comunista.''
Hay un lado de Lowry que guarda afinidades con George Orwell. Aunque en su fuero interno Lowry/el Cónsul apoya a los republicanos, desconfía de la propaganda y le desagrada el pavoneo de Hugh, igual que a Orwell le disgustaban los intelectuales comunistas. En su primera novela, Ultramarina, transcripción de las conversaciones de los marineros -absortos en su propio mundo de intereses, mal informados y quizá carentes de imaginación, pero esencialmente más sanos que los adinerados y los izquierdistas-, revela una actitud similar a la de Orwell hacia los ``proles'' de 1984. Como los de Orwell, y a diferencia de los escritores de los años veinte y treinta, los valores de Lowry derivaban fundamentalmente de la acción. Como Orwell, Lowry no era comunista, y no obstante en su juventud había dado el paso que los intelectuales comunistas burgueses exigían: se había ``unido a los trabajadores'' al convertirse en marinero y zarpar en el viaje descrito en Ultramarina.
La paradoja central de Bajo el volcán es que se trata de una novela de acción, pero de una acción negada. En su centro está el apasionado reclamo de que los hombres deben alcanzar la sencillez, amar y vivir y actuar en un mundo de elecciones sencillas. Knickerbocker cita a Lowry: ``La verdadera causa del alcoholismo es la absoluta y desconcertante esterilidad de la existencia como te la vendieron.'' Esto implica un aislamiento espiritual mayor que el de Orwell, quien, aunque opuesto a los grupos políticos existentes, pertenecía a un partido de excéntricos conservadores anarco-socialistas que el lector fácilmente reconocerá en su corazón. Lowry padecía un aislamiento que lo condenaba a una perpetua búsqueda interior, en la que la mente creadora está inextricablemente involucrada en el trabajo creado. Dado que no hay soluciones en este mundo contemporáneo de soluciones postizas, el arte mismo se convierte en una forma de acción provocativa. En esto Lowry se anticipa a artistas posteriores, como Jackson Pollock, abortos en sí mismos y sin embargo desapegados de sí, intoxicados pero absolutamente lúcidos, que se embriagan hasta la sobriedad, y que en sus mismos excesos parecen alcanzar cierta santidad, como si se sometieran a lo que en otros parecería vicio por el bien de nosotros. Knickerbocker escribe: ``Al principio, Lowry contempló Bajo el volcán no tanto como una novela sino como `una suerte de extraordinaria aunque ridícula hazaña moral', testimonio de una reciedumbre subyacente o de una fuerza para resistir...'' (Apenas podría uno imaginar una mejor descripción de la pintura de Pollock.) Y sigue Knickerbocker: ``Lo que Lowry/Wilderness reconoció en un momento de terror fue la naturaleza autodestructiva de su obra. El Cónsul le había costado muy caro. Como un pariente indeseable, nunca estaba demasiado lejos. Lowry no podía llevar a cabo la indispensable cirugía para separarse de sus personajes. A veces sospechaba que no era un escritor, sino que estaba siendo escrito, y con pánico se daba cuenta de que su identidad era tan esquiva como siempre.''
No podía separarse de sus personjes porque eran expresiones de su propio aislamiento, de su búsqueda de identidad. La excepción es, desde luego, el retrato de Yvonne, quien en realidad representa la alternativa al aislamiento del Cónsul. De hecho, representa varias opciones que el Cónsul ha rechazado (aunque Lowry no las rechaza enteramente, como lo demuestra el cuento ``El sendero del bosque que llevaba a la fuente'', que es el Paradiso de su Commedia). Una de esas opciones es un paisaje nórdico, muy diferente de México (``México -escribió Lowry en una carta a un amigo- es el sitio más apartado de dios en el que uno pueda encontrarse si padece alguna forma de congoja, es una especie de Moloc que se alimenta de almas sufrientes'').
En realidad, la desesperación del Cónsul es acidia, la apatía espiritual de los religiosos que han quedado, por así decirlo, completamente apartados de la fuente de su religión. Sus errores son teológicos: rechazo a amar o a ser amado. A fin de cuentas, su error es el orgullo. Hay un pasaje muy conmovedor, que extrañamente recuerda ``El altar de los muertos'', de Henry James, en el que el Cónsul es conducido por Virgilio ``a una iglesia que no conocía'', ``con sombríos tapices y extraños cuadros votivos, una Virgen compasiva que flota en la penumbra, a la que le rogó, con el corazón, que pudiera tener a Yvonne otra vez''. ```Es la Virgen de aquellos que no tienen a nadie', le dijo el doctor, inclinando la cabeza en dirección de la imagen, `y de los marineros que se hacen a la mar'.'' Esto es cuando Yvonne está lejos. Cuando ella vuelve y él la rechaza, se ve a sí mismo orando ante otra imagen de la Virgen: ```Por favor, déjame hacerla feliz, líbrame de esta aterradora tiranía del yo. He caído muy bajo. Déjame caer más bajo aún, que pueda conocer la verdad. Enséñame a amar otra vez, a amar la vida.' Tampoco eso bastaría... `¿En dónde está el amor? Déjame sufrir verdaderamente. Devuélveme la pureza, el conocimiento de los Misterios, que perdido y traicionado. Déjame estar verdaderamente solo, que pueda rezar honestamente. Déjanos ser felices nuevamente, en algún lugar, basta con que estemos juntos, basta con escapar de este mundo terrible. ¡Destruye el mundo!', clamó en su corazón.''
El Cónsul habita un infierno de condenación, y es acompañado en su caída por una campana que pronuncia palabras de Dante: Dolente... dolore! Como lo demuestran sus plegarias, él es profundamente ambivalente, pues cuando pide reconciliarse con Yvonne también pide estar solo, y cuando quiere levantarse también pide caer. Esta ambivalencia va más allá del Cónsul: es un desdoblamiento del libro en la vida, así como en el corazón del escritor, que es condenado casi a la misma muerte que su héroe.
La pregunta que queda sin contestar es si la adicción del Cónsul es consecuencia de la época -como la locura de Hamlet-, o si se trata de un simple fracasado. El adicto se desenvuelve en un círculo del Purgatorio de absoluta irrealidad, en el que padece la ilusión de hacer elecciones (el Cónsul puede rechazar el siguiente trago, e incluso lo hace algunas veces, si bien sólo por unos momentos), pero no existen opciones reales, pues ha decidido que su adicción lo elija a él. Y no sólo su adicción: también su forma de conciencia. Lowry no creía que escribía, sino que era escrito. Pero ser elegidos por nuestras adicciones también implica que hay una opción pospuesta, no en nuestras manos, sino en nuestro corazón, aunque nos es desconocida; es la opción que decide si uno es condenado al infierno -sin que uno mismo lo sepa- o si buscará la redención. Es la opción que se vuelve real al momento de morir, cuando el Cónsul escucha una voz que le dice ``pelado'' y, al mismo tiempo, ``compañero''. El Cónsul no está en el infierno sino en el purgatorio, sin duda. También aquí, el escritor -Lowry- se vuelve inseparable de su creación -el Cónsul-, pues la novela misma es la prueba de que, después de todo, Lowry/el Cónsul logró el triunfo de expresar la conciencia con absoluta lucidez. El ser elegido y aceptar la condición de opciones ilusorias finalmente se ve justificado en la elección implícita de alcanzar la lucidez: Bajo el volcán.
Como he señalado, el tema de la desgracia del Cónsul se encuentra en casi cada página de la novela, por grandes que sean las variaciones en su estado de ánimo -distorsionadas y exageradas por la bebida. La vida del Cónsul semeja las variaciones de un tema musical de un compositor como Beethoven, en el que se da la mayor variedad posible de humores y ritmos sin que los elementos del tema se vean alterados fundamentalmente. No obstante, tal vez esto signifique hacer demasiado hincapié en el aspecto de la novela relacionado con la voluntad autodestructiva del Cónsul. Uno también recuerda este libro por sus maravillosas escenas de afirmación. Aunque rechazada, la otra vida aparece. Por ejemplo, en la magnífica escena en la que Hugh e Yvonne -físicamente sanos, atractivos, conscientes del mundo y de sus responsabilidades públicas y privadas- caminan por el valle y luego montan unos caballos que alquilan. Es la vida al aire abierto, de bienestar físico y comunicación franca y, sin embargo, es sútilmente engañosa; ambos (especialmente Hugh) actúan sus papeles con demasiado conciencia. Más adelante, en una escena paralela a ésta, aparece el momento en que, borracho hasta la sobriedad, el Cónsul de pronto le habla a Yvonne abiertamente, sin ocultar sus verdaderos sentimientos. Y en contraste con casi todo el libro está el sol siempre en lo alto, y al otro lado del mundo gente que pelea en España y luego contra Hitler. Bajo el volcán es una auténtica tragedia moderna porque, de alguna manera, el asesinato del Cónsul a manos de la policía fascista transforma su vida en una convincente afirmación de valores que él conocía profundamente y que no destruyó. La conclusión es que debe tratarse de una obra religiosa: las contradicciones de un héroe que no actúa y que fracasa en ser un héroe, la insistencia implícita de que el Cónsul es el escritor y vive y muere por todos nosotros, la preocupación por valores intemporales en un mundo totalmente contemporáneo, son resueltos en el tema de la Divina Comedia, el mejoramiento del alma.