Héctor Aguilar Camín
El dragón y el abrelatas
La crisis de los mercados asiáticos que desató el efecto dragón sobre todos los otros, multiplicó en México las voces que insisten en la necesidad de un cambio en la política económica. Dio espacio también a otras voces que proponen como solución regular los flujos de capitales en los mercados del mundo o, al menos, en México.
Con relación a los primeros, hay que decir que su credibilidad pública sigue siendo superior a sus propuestas específicas. Saben mejor lo que no quieren que lo que proponen a cambio. Los pobres resultados de las reformas liberalizadoras y la severa crisis del 95, pesan todavía más en la confianza y la memoria de la gente que los buenos resultados de la recuperación del 97. El efecto dragón se suma a los argumentos contra las reformas, porque parece que tal efecto hubiera podido evitarse si, en vez de abrir la economía y asumir las realidades del mercado y la globalización, los últimos gobiernos de México hubieran actuado con cautela y mantenido sus finanzas a salvo, protegidas de las turbulencias mundiales.
Es aquí donde se empatan las críticas a las políticas económicas neoliberales con las soluciones propuestas de regular los flujos corsarios del capital para evitar ciclos recurrentes de inestabilidad y pérdidas en cascada. Naturalmente que la regulación internacional de esos flujos sería una solución a su volatilidad. Pero estamos como con el chiste del economista que en medio de una isla desierta encuentra en la playa una lata de conservas y pensando cómo abrirla dice a sus acompañantes: ``Muy fácil: supongamos que tenemos un abrelatas''. El problema es que no hay un abrelatas. No parece haber en el mundo de hoy capacidad ni decisión de regular los mercados de capitales. Irracional o absurda como pueda parecer, esa es la realidad. Hay que pugnar por su cambio, pero mientras el cambio llega hay que actuar frente a las condiciones existentes.
En las condiciones reales de volatilidad de los mercados, la única respuesta macroeconómica sólida y funcional es tener la propia casa en orden, como ha dicho el dirigente socialista chileno Ricardo Lagos en una entrevista reciente. (En la revista chilena Capital, de octubre de 1997.) Tener la casa en orden quiere decir tener una economía con equilibrios estructurales básicos: finanzas públicas sanas (sin déficit, deuda, ni subsidios infinanciables), con baja inflación y estabilidad monetaria. Es decir, el abc del programa en cuyo establecimiento se empeña, como primera asignatura, la política económica que llamamos ``neoliberal''.
El presidente Zedillo ha sugerido en un discurso reciente que la crisis de diciembre de 1995 fue el producto de un ``déficit en cuenta corriente de la balanza de pagos de 7 por ciento del PIB, obligaciones denominadas en dólares a plazos menores de un año por casi 42 mil millones de dólares, unas finanzas públicas deterioradas y una muy inconveniente rigidez en la política cambiaria y en las tasas de interés''. Así las cosas, al gobierno de su antecesor podría acusársele de todo, menos de haber incurrido en la ``ortodoxia neoliberal''.
La herencia recibida por Zedillo habría sido similar a la de los gobiernos populistas de viejo estilo, inclinados a jugar con el déficit y la deuda más allá de sus capacidades de pago.
Lo que hizo vulnerable a México en el 95, entonces, no fue la ortodoxia neoliberal sino los desequilibrios macroeconómicos, del mismo modo que lo que le ha permitido sortear con cierta rapidez el efecto dragón han sido sus fortalezas macroeconómicas en todos los renglones, salvo en el tipo de cambio, que parecía sobrevaluado antes de la crisis y el efecto dragón ajustó a la baja. Si alguna lección definitiva hay que tomar de la crisis del 95 y del coletazo del efecto dragón, es que los mercados del mundo ajustarán tarde o temprano nuestros desequilibrios reales.
No hay mucho que hacer de inmediato en el ámbito internacional para regular los flujos desestabilizadores de capital. Las crisis recurrentes obligarán a emprender esa tarea en algún momento que parece urgente, pero no cercano. El único ámbito donde los países pueden actuar solos, con plena soberanía y sin la ayuda de nadie, es en sanear su propia casa, tratar de no andar en el límite, sobreendeudados o sobregastados, con precarios equilibrios que no resisten los empujones del mercado, con paredes macroeconómicas que se derrumban en vez de sólo tambalearse frente a la adversidad bursátil o financiera que puede saltar en cualquier sitio y contagiarlo todo.
La manera de sanear nuestra casa no es aflojar las políticas de equilibrio macroeconómico, sino mantenerlas y aún profundizarlas. Ese es el único abrelatas que hay, no el de pensar que podemos contener las fuerzas globales del mercado con regulaciones internas, arengas nacionalistas o sermones contra la codicia ciega y autodestructiva de los capitales golondrinos.