Manuel Caballero -casta y raza-. ¡Aire que se quebraba en el cristal del ruedo! Fue torería que se derramó por los graderíos de una fría Plaza México. Muleta encendida de vergüenza, se desperezaba al cruzarse y cargarle la suerte al bravo novillón de Manolo, que iba y venía sosegado, con fácil primor al ondularle sus sucesivas cúpulas al viento, antes de que los brazos rompieran la escultura con la dosantina rematada con el derechazo y el pase de pecho que fueron ímpetu creciente.
Manuel Caballero, que recibía la alternativa, se vio de llegada desbordado y a la deriva, incluso desconfiado, para luego dar la sorpresa para que surgiera el clamor que afloró de las gargantas de los aficionados, al ponerse la muleta en la mano izquierda y dejar la plaza en silencio, bajo el milagro del encantamiento de su toreo verdad, a pesar de lo toscote del mismo. La rítmica quietud quedó esculpida en un concierto de recios pases naturales, súbitos y esplendorosos, en los que se recreaba y traducía en exuberancias de sensaciones que transmitían al gélido tendido que no acababa de romper.
Vestido de clásicos matices, el toreo de Manuel Caballero era belleza con aroma a tabaco fuerte, humo del tiempo bordado en tacto rasposo, latir del pasado con el presente, en el redondel encendido de entrega. Diálogo con el espíritu, abierto a una mayor ponderación de goces, en la emoción gustada de los momentos fugaces que conforman la vida y se reflejan en el arte efímero que es el toreo.
Manuel Caballero citaba al toro a la distancia adecuada a sus condiciones, lo embarcaba con la mano en natural caída, se lo traía toreado desde allá hasta acá y ceñía el pase enroscándose la cintura con temple, además de raza, hondura y naturalidad, y le cargaba la suerte sin perder terreno y quedando preparado para ligar el siguiente pase. Es decir, templanza y mando ¡Aire que llevaba aire!
Y claro los pálpitos de la piel se le abrían a Caballero y con él a los aficionados. La sangre ardía y se la comunicaba al toro, que encelado se perdía en la magia de su tela, de la que surgían los redondos en diabólica ensoñación de placeres desconocidos al parpadeo de la plaza que enrojecía al crepúsculo.
Manuel Caballero, triunfador este año en Madrid, se presentó en la corrida inaugural de la temporada, sellando con la originalidad de la canción albaceteña el toreo de su tierra al enredarse al toro con templanza y cadencia que dejó escrita en las huellas del redondel. Lástima que los toros de Manuel Martínez, bravos, muy bravos con los caballos, excepto el tercero --daba gusto--, fueron anovillados en general. Difíciles para los toreros, máxime en esta época en la que casi ninguno sabe lidiar, sólo el del triunfo de Caballero fue de castada nobleza. A Rafael Ortega lo salvó su valor, pese a haberse visto también desbordado y cortador de orejas. Fernando Ochoa, toreando absurdamente con una herida en una pierna, fracasó estrepitosamente dejando un toro vivo. En el ruedo quedaron los pases naturales viriles y secos de Manuel Caballero.