La Jornada 3 de noviembre de 1997

VELAR ENTRE SOMBRAS

Omar Meneses, enviado, Mazatlán Villa de Flores, Sierra Mazateca, Oax., 2 de noviembre Ť Son las 3 de la mañana. La penumbra y la neblina se obstinan en seguir cobijando a un pueblo que desde hace un buen rato ya ha empezado con su trajín. De todas las estrechísimas veredas que desde lo más alto de la sierra bajan hacia el pueblo de Mazatlán van llegando al panteón municipal familias enteras de indígenas mazatecos de pueblos y rancherías cercanas para cumplir puntualmente con el rito de la velación del Día de Muertos.

Extraña procesión silenciosa convocada por difuntos, de la cual tan sólo se puede presentir su magnitud por el rumor de los presurosos pasos y por los pequeños círculos de luz ambarina de las lámparas de mano que guían, entre la oscuridad y el pedregal, el camino que conduce a esa cita ineludible en la que los tiempos se trastocan y vivos y muertos vuelven a dialogar, a sentirse, a mirarse y a pedirse consejos y perdón.


Velación de difuntos en el Panteon Municipal.
Foto. Omar Meneses

Todos los peregrinos que se dirigen al panteón llevan velas y flores de cempasúchil. Pero sobre todo el fervor del rito de adoración y de respeto hacia sus antepasados, es decir, a su propia familia y a su cultura indígena. Ya sobre las tumbas, las flores de cempasúchil son como una especie de cama de retama y sobre ella son apoyadas las velas, las cuales van a iluminar a los difuntos en su camino de regreso al mundo que los conoció en vida. No se escuchan rezos. Si acaso se realizan, estos son tan profundos y sentidos que se niegan a compartirse con los otros visitantes del panteón.

A esta hora, en esta fecha y con esta modorra propia de quien casi ha pasado la noche en vela, la visión que ofrece el panteón municipal es la de un sueño. El respetuoso silencio que inunda el ambiente, la amarillenta luz de las velas, las cruces de madera de las sencillas tumbas y el perfil -que se adivina entre la bruma- de la sierra, hacen pensar que esta reunión -entre la magnífica legión de insepultos y sus familiares- está teniendo lugar en un espacio atemporal fantaseado por la imaginación.

En una especie de altar construido sobre un pequeño promontorio y que domina la vista del reducido panteón, una banda de viento ejecuta piezas para alegrar a los difuntos. A esas primeras horas del alba, la pieza de apertura no podía ser otra que Las mañanitas. Hacia las 6 de la mañana, el rito indígena cede su lugar al rito católico, y el lugar que ocupaban los músicos ahora es ocupado por el cura de Mazatlán, quien ofrecerá una misa en la que recordará -nombrándolos de interminables listas elaboradas por sus familiares- a los difuntos del pueblo y sus alrededores.

Esta tribuna, en esta época en la que se tiene la posibilidad de convocar en un solo lugar a un buen número de los habitantes de todo el municipio y, sobre todo, en esta época de enfrentamientos entre los diferentes grupos que se disputan el poder, es también una buena tribuna política. Y después de una música de fuertes evocaciones indígenas y una misa católica en la que el cura se ha pasado la mitad de ella echando sermones en los que exige más respeto a su persona y a su palabra, la tribuna es ocupada por el presidente municipal para dar un informe de las actividades realizadas durante su gestión.

Así, el Día de Muertos en Mazatlán -la fiesta indígena más importante de su calendario ritual y fecha con la que da inicio su ciclo agrícola- se convierte en el espacio en el que no sólo se legitimiza y perpetua una tradición indígena que le proporciona identidad cultural a un pueblo, sino que también legitima una voluntad política que se quiere independiente y justa en una zona en donde hasta ahora tan sólo ha campeado la pobreza, la profunda desigualdad social y la certeza de saber que el mejor indio es el indio muerto.

La velación ha terminado. La breve visita de los muertos ha llegado a su fin. La fiesta ha terminado y los altares empezarán a desmontarse. Durante nueve días después del 2 de noviembre todavía se les seguirán prendiendo veladoras y poniéndoles vasos de agua a los muertos para que soporten el camino de regreso a su lugar. La vida cotidiana se volverá a recomponer e irá tomando su lugar. Y aquí, en el corazón de la sierra mazateca, es una vida dura.