José Blanco
Miasma

La mala fama y el hedor que despide el estado corrupto en que se hallan numerosas pero invisibles e inasibles partes del sistema judicial mexicano ha cruzado todas las fronteras. La convicción en México crece por horas: pocas cosas parecen más urgentes hoy que una transformación radical de este sistema cuya ilegitimidad social y política y su falta de credibilidad ha roto todos los récords.

La respuesta indignada a la pregunta que uno puede hacer cotidianamente al ciudadano común no se extravía: la razón de ser del sistema judicial es la impartición de justicia y al tal sistema se le ve no sólo inmensamente lejos de su función, sino aún como una flagrante antítesis, como parte consustancial aquí y allá del crimen organizado. La complejidad jurídica y organizativa del sistema no hace sino echar un velo sobre el propio sistema, opacando para el ciudadano común las partes sanas que, como debe concederse, puede tener.

La incipiente reforma política tiene que comenzar a ser extendida al sistema judicial a toda prisa, pues sigue siendo bastión de corrupciones de todo tipo y con frecuencia lamentable protector de lo que debiera combatir. La reforma política y la maduración de nuestra incipiente democracia será parada en seco si no es pronto extirpado el cáncer que ha invadido al sistema judicial.

Es más que clara la insuficiencia de la reforma judicial de los inicios del régimen del presidente Zedillo: el Consejo de la Judicatura y la nueva forma de integración de la Suprema Corte no cambió un ápice la imagen que el ciudadano tiene del sistema y de los truculentos y corruptos términos bajo los que operan sus numerosos eslabones. Amasado a ello se encuentran también muchos de los eslabones del Ministerio Público.

Desde el asesinato de Colosio, hasta el de los presuntos delincuentes menores de la colonia Buenos Aires y el inefable caso Lankenau, se ha mostrado un laberinto infinito de complicidades atroces, un mundo atascado en la impudicia de muchos de quienes detentan el poder judicial, unos actores incapaces de ver y reconocer el rostro que hoy poseen.

Comienza a exhibirse también con fuerza creciente la inadmisible revoltura de los intereses particulares, muchas veces asociados a actividades delictuosas, con el interés general de la sociedad representado supuestamente en el Estado y sus poderes fundamentales.

Es de una vergüenza ajena profundamente depresiva escuchar las repetidas declaraciones con la frente en alto y llenas de seguridad y santa dignidad del senador Rocha, en defensa de un señor acusado de fraude por cientos de millones de dólares. E indigna y ofende profundamente oír de su propia voz que lo que él hace está apegado a derecho.

Este señor, ex ministro de la Suprema Corte, ya no puede darse cuenta de que si el derecho positivo no impide su actuación de defensor de un presunto defraudador, el ciudadano no puede sino aterrarse de la clase de derecho positivo que nos rige y de los representantes políticos que nos ``representan''.

A Rocha le basta que no sea ilegal, para incurrir en semejante postura de moral pública. El senador Rocha es un representante de la Federación y un miembro del Poder Legislativo. Su obligación es la defensa y el cuidado del interés general, lo cual es a todas luces ética y políticamente contrario, radicalmente contrario, al ejercicio liberal de una profesión que sirve a su interés propio, y al interés particular de un presunto defraudador.

Abraham Calderón, actual primer juez de Distrito de Monterrey y secretario de Estudio y Cuenta en la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia en 1991, propuesto para ser designado juez de Distrito el 10 de septiembre de ese año por el actual senador Salvador Rocha cuando era ministro de la Corte, otorgó el amparo a Lankenau; el despacho Zínser-Esponda, el abogado panista Gómez Mont, el propio senador priísta Rocha y otros nombres de esforzados defensores, construyen denodadamente la muralla ¿legal? que protege al ex banquero. Francamente no se entiende por qué el señor ex banquero necesita tantos abogados poderosos, si sólo cometió -dicen estos tales abogados-, una falta menor llamada ``fraude genérico''. Todo esto, que huele tan terriblemente mal, es un botón de muestra de cómo anda el derecho positivo penal mexicano, de cómo se mezclan sin pudor los intereses particulares -incluidos los surgidos de actividades delictuosas-, con los intereses generales de la sociedad.