Los movimientos insurgentes que aún existen en América Latina, a pesar de su erosión política e ideológica, siguen expresando la problemática común a casi todas las naciones de la región: marginación y pobreza, saqueo económico, precariedad financiera, corrupción, narcotráfico, iniquidad social, carencia de vías de participación política. Eso no quiere decir que sean, a estas alturas, propuestas viables para resolver esas y otras lacras. La persistencia de las organizaciones armadas es parte de los problemas reales, no de las soluciones posibles.
El caso de Colombia es particularmente desolador. Sobreviven allí grupos político-militares consolidados, en términos de control regional y poder de fuego, pero cada vez más desdibujados y erráticos en lo ideológico y lo político. La violencia estructurada que existe en regiones del campo colombiano hace posible que para muchos la guerrilla sea ya no una militancia, sino un modus vivendi. Da la impresión --y el reciente secuestro de dos funcionarios internacionales se encargó de reforzarla-- de que el programa de las organizaciones rebeldes colombianas se reduce, hoy, a dos puntos: subsistir y preservar sus cotos de poder.
Con la única excepción de los zapatistas --los cuales se cuecen aparte, según admiten simpatizantes, adversarios y observadores neutrales, suponiendo que los haya--, las organizaciones que reivindican la lucha armada en América Latina no tienen gran cosa que decirle al mundo ni a sus respectivas sociedades. Esta diferencia puede explicarse, en parte, debido al carisma y el talento mediático de los insurgentes chiapanecos. Pero sólo en parte: si los Cerpa Cartolini, los Gorriarán Merlo o los dirigentes del ELN colombiano no son escuchados por sectores importantes de las sociedades de sus respectivos países --ya no digamos por los círculos progresistas que quedan en Europa y Estados Unidos-- ello no es únicamente porque sean menos simpáticos que Marcos, David, Tacho o Ramona, sino, principalmente, porque, a diferencia de éstos, los sudamericanos ofrecen un discurso y un programa marcados por el arcaísmo, la vaciedad y la confusión entre los medios y los fines, es decir, la reivindicación de la guerra porque sí y ya.
Sería simplista pensar que la degradación política y la erosión de su contacto social conducirán necesariamente a tales grupos a la extinción natural. Peor aún: en el entorno latinoamericano actual nada garantiza que no surjan organizaciones guerrilleras nuevas, tan arraigadas en la problemática social como carentes de propuestas reales, justamente a la manera de las colombianas.
Sin ir muy lejos, América Central es una zona que reúne condiciones para un resurgimiento de movimientos armados: marginación y miseria persistentes --a pesar de los planes de desarrollo--, existencias abundantes de armamento --pese a las ceremonias de desarme--, violaciones reiteradas a los derechos humanos --que la depuración de ejércitos y policías no ha logrado abatir--, subsistencia de oligarquías --ahora diversificadas por la admisión de ex comandantes guerrilleros en las fiestas de la alta sociedad--, un alto número de personas sin más capacitación profesional que para matar --a pesar de los planes de reubicación y reinserción--, una paz que no llega y una violencia que persiste, por más que las guerras hayan sido oficialmente clausuradas en hermosas y emotivas ceremonias internacionales.
Si el resurgimiento de la lucha armada no haría más que empeorar sus propias circunstancias justificatorias, la vuelta a las políticas gubernamentales de contrainsurgencia sería incluso más lesiva para los precarios --ínfimos, si se quiere-- espacios de legitimidad e institucionalidad arduamente construidos en el continente a partir de la década pasada. Ojalá que no.