Alrededor del presupuesto para 1998 se ha tejido una vasta discusión que tiene, a pesar de las apariencias ``técnicas'', (descuento las políticas, que son más palpables) un claro sabor ideológico, un poco anacrónico, me parece. Cada una de las partes adjudica a la otra el peor de sus adjetivos. El gobierno califica a los críticos de su posición como ``populistas'', pero recibe a cambio el epíteto más temido: ``neoliberal''.
Las cosas transcurren como si detrás de la discusión en torno a las cifras del presupuesto, tan decisiva para el presente y el futuro de la economía, estuviera concentrada la crítica de fondo al ``modelo neoliberal'', término que se emplea para designar al capitalismo desenfrenado de la era de la globalización y al conjunto de políticas que permiten su expansión y reproducción en el mundo entero. Si juzgamos por el ruido del debate, parece que estamos al borde de un parteaguas.
Sin embargo, no parece obvio que la discusión sobre el presupuesto entre quienes quedaron encasillados como neopopulistas o neoliberales tenga como problema central el ``modelo'', según lo entiende la voz popular, cuyo examen crítico por supuesto que sería conveniente, desde otro ángulo. ¿O, acaso, alguien negará en la Cámara el papel del mercado, la empresa privada o la globalización?, por citar algunos de los elementos constitutivos del llamado modelo, esa entidad que, no obstante su obvia abstracción weberiana, personifica todo el bien o todo el mal contenible en la Tierra? Da la impresión de que eso, a pesar de todo, no ocurrirá.
Descontando el ruido causado por algunas proposiciones en materia tributaria, parece que nadie piensa seriamente en cambiar el ``modelo'', a menos que este concepto se reduzca en sus contenidos hasta perder todo sentido. Ni siquiera en la declaración del PRD, publicada hace un par de días, se menciona una sola vez el término ``neoliberal'', y aunque se reitera la necesidad de reorientar la estrategia económica gubernamental, no se habla allí del tema más citado en la oferta de las oposiciones: el cuestionamiento del neoliberalismo.
Y es que, en verdad, no hay espacio para inventos, menos para retrocesos hacia un pasado que se mitifica pero verdaderamente nadie desea. Por desgracia, la ética no basta para cambiar el curso objetivo del desarrollo capitalista ni sustituye a ``la crítica de la economía política'', como querían los clásicos. Y ese es el asunto.
Así pues, siempre y cuando las alternativas presupuestarias, aun las más radicales, se mantengan dentro de lo viable, éstas serán, por definición, variaciones dentro del mismo modelo económico que es también, por la fuerza de la objetividad de las cosas, una versión peculiar, una combinación específica, digamos nacional, de ciertos rasgos dominantes en la economía globalizada contemporánea. Y precisamente ahí se concentra la materia del debate que todavía no se ha dado: ¿cómo fijar en una ``política de Estado'', los elementos de un ``modelo'' que mantenga una perspectiva nacional y social en la globalización? ¿Cómo impulsar a partir de allí una política económica coherente que tenga en el centro de sus preocupaciones el crecimiento y el empleo, la democracia social, en suma, el bienestar de la mayoría que ahora vive en la inequidad? El debate sobre el presupuesto puede abrir las compuertas.
Listar los buenos deseos no hace un presupuesto aceptable, pero cuadrar las cifras sin fijar objetivos sociales plausibles es regresivo. En otras palabras, es preciso que el presupuesto establezca con nitidez los objetivos, pero también los medios para alcanzarlos. La crítica popular al ``modelo'' vigente es que los éxitos macro no se advierten en el bolsillo de los consumidores. La exigencia parece simple pero no es declarativa: hace falta un presupuesto capaz de combinar mejor los limitados recursos disponibles para resolver algunos problemas claves. Y hay que hacerlo con propiedad, cuidando el interés general, el patrimonio nacional y una idea del futuro. Urge, pues, un genuino debate sobre el diseño de la política económica para hoy y mañana. Sin prepotencia. Sin demagogia.