En su The Spirit of Chinese Politics (Harvard University Press, 1992, p.6), Lucian Pye hace una fundada definición de lo que es la crisis del poder al aseverar lo siguiente: cuando el desarrollo de los procesos sociales debilita o mina ``las bases culturales y psicológicas de la legitimidad del poder'' estamos ante el grave fenómeno de la crisis del poder. Por múltiples motivos, expresados concretamente como incertidumbres o dudas en torno a los apuntalamientos morales y legales de la autoridad, en México podemos seriamente preguntarnos si hemos entrado en el tobogán de una crisis de poder que, en su caso, podría llevarnos a metas ubicadas entre la violencia fascista a la manera de lo que fue el gorilato argentino, la satrapía pinochetista o la eclosión autoritaria del fujimorato peruano, o bien en el otro extremo, a una democracia fundada en el sufragio efectivo, esto sin olvidar el golpe huertista de la Decena Trágica.
La raíz en nuestra posible crisis de la legitimidad del poder podría colocarse con toda precisión en 1988, cuando la Cámara de Diputados en su papel de calificadora de las elecciones para Presidente de la República, desafortunadamente encubrió el fraude subyacente y otorgó el triunfo a Carlos Salinas de Gortari y no a Cuauhtémoc Cárdenas, quién limpiamente ganó en los comicios; fraude iniciado con la célebre caída del sistema al computarse los resultados del acto electoral.
¿Qué significado político representó aquel triste escenario del anochecer y el amanecer entre el 8 y el 9 de septiembre? Cuauhtémoc Cárdenas simbolizaba en esa lucha lo mismo que hasta la fecha simboliza como futuro gobernador del Distrito Federal, a saber: los ideales de la revolución mexicana convocada por Madero en 1910, y concluida cuando el Constituyente de Querétaro sancionó el texto original de la Carta de 1917; pero no sólo Cárdenas era y es digno abanderado de esos ideales, sino también de su cumplimiento por estar contenidos en los supremos mandatos constitucionales. Igual que Lázaro Cárdenas rompió con el presidencialismo autoritario y militarista del régimen Obregón-Calles, a fin de reubicar a la República en el espíritu y el orden legítimo y legal, Cuauhtémoc Cárdenas en aquella batalla de 1988 connotaba el ocaso del presidencialismo civilista que ha reinado en México durante los últimos 50 años. Por el contrario, Carlos Salinas de Gortari desató a los jinetes del apocalipsis contrarrevolucionarios, buscó poner punto final a las grandes conquistas del pueblo, y cultivó el llamado espíritu de Houston, es decir, la liquidación de la cultura nacionalista y libertaria configurada como proyecto básico del Estado, con la importación de la ideología neoliberal aprobada y dirigida desde la Casa Blanca. Resultaría el TLC la máxima cristalización del sexenio salinista. Todo se echó en reversa. Las privatizaciones despojaron al Estado del patrimonio que le confió la nación; en el campo, los ejidatarios y parvifundistas fueron entregados a la voracidad empresarial; y el crecimiento del país se contempló como la maquilación de sus recursos, en lugar de fortalecer el mercado nacional y repartir equitativamente los ingresos. Pronto desvaneceríase nuestra ilusa entrada al primer mundo, pues los zapatistas chiapanecos desnudaron la verdad y nuestra secular pobreza; al fin cayó de las manos ciudadanas el Espejo de Amarilis con que las habían hipnotizado.
Los resultados saltan a la vista. El poder, sustentado en el consejo foráneo y vacío de la cultura revolucionaria, pierde día a día majestuosidad y legitimidad, sin que los equilibrios macroeconómicos, al gusto del BM y el FMI, acompañados de ofertas de lejanas mejorías en un futuro interminable, lo salven de su precipitada caída.
Ajeno a la cultura revolucionaria del país forjada por Morelos, Juárez, Zapata y Cárdenas, de nada sirven al presidencialismo autoritario el bovarismo neoliberal que nutre una sofisticada retórica ansiosa de convertir la depredación de los jinetes del apocalipsis en el bien común; nadie se convence de que la pobreza, la injusticia, la ofensa a los derechos humanos es riqueza, igualdad y Estado de derecho; ni de que la investigación de los crímenes políticos sea interminable, ni de que el erario público sea la bolsa grande de ineficientes compañías constructoras o derroches bancarios con causas conocidas o desconocidas.
Cuando un poder carece de cultura política e histórica que lo sustente y anime, ¿acaso tal poder no está en una grave situación de crisis en su legitimidad moral y legal?