La Jornada viernes 7 de noviembre de 1997

Carlos Montemayor
La emboscada

La violencia de una emboscada suele ser letal. En cualquier montaña de Chiapas o de Guerrero la emboscada no es un accidente, no la alienta la imprevisión ni tampoco es ciega. La emboscada es una fuerza que siempre está alerta y que actúa con precisión. Cuando la presa esperada es grupo armado, los emboscados son los primeros en disparar, porque el ataque repentino se convierte en arma poderosa. Si el grupo que se acerca viniera desarmado, ninguna posibilidad tendría de sobrevivir.

Me inclino a asentar que no falló la emboscada que le tendieron en el municipio de Tila a los obispos de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz García y Raúl Vera López. Si los emboscados se hubieran propuesto eliminarlos, lo hubieran hecho; vaciar dos o tres cargadores de cada arma hubiera sido suficiente para ellos y para sus acompañantes. Pero los emboscados no se proponían eliminarlos; se proponían mandar solamente, con claridad, una señal, una advertencia.

No debemos ahora equivocarnos con la naturaleza de esa señal y de esa advertencia. No debemos subestimar su dimensión ni reducir las implicaciones. Los asesores de la Presidencia y de la Secretaría de Gobernación deben despertar de su somnolencia y ayudar al Poder a que entienda que la advertencia y la señal son para él. Que no es momento de creer que un atentado así busca sólo amedrentar a los obispos y vulnerar su fuerza de intermediación para las negociaciones de paz. Que no es el momento de afirmar que el Chiapas de 1994 ha desaparecido y que esos conflictos competen tan sólo a minúsculas regiones.

Es el momento de reconocer la irresponsabilidad con que el Poder está actuando en Chiapas al apostar al desgaste y no a la solución política. Mantener el cerco militar en la selva y alentar las luchas interétnicas en el norte del estado es una buena mezcla de ingredientes explosivos para provocar una violencia mayor. El Poder no debe permanecer tan ciego y tan sordo ante las señales y el ruido que la muerte está produciendo. Esta emboscada fue un grave episodio dentro de un creciente proceso de violencia que en el norte de Chiapas no controlan ya el gobierno del estado ni sus cuerpos policiacos, pero que en su inicio fue alentado, autorizado o permitido por ellos. Las luchas interétnicas que encarnan grupos como Paz y Justicia o Los Chinchulines constituyen un procedimiento perfeccionado durante mucho tiempo en Chiapas y que ahora está volviéndose a emplear.

Si la emboscada se hubiera propuesto no enviar una señal, sino consumar la agresión, las consecuencias sociales y políticas en el país hubieran sido notablemente distintas a las que sobrevinieron con los asesinatos políticos del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, Luis Donaldo Colosio o José Francisco Ruiz Massieu. Es tiempo de que el Poder entienda que la búsqueda de la paz en Chiapas no puede ser responsabilidad solamente de la Conai. Lo es, sobre todo, del Poder mismo. El Poder tiene todavía la oportunidad de seguir viendo en Chiapas una señal, una luz roja de alarma. Si la emboscada hubiera tenido otros propósitos, el Poder estaría viendo (y el país entero) no una luz, sino un incendio. Y ese incendio quemaría también al Poder, lo sofocaría también a él. Es tiempo de que despierte y de que empiece a hacerse a la idea de que el conflicto de Chiapas no solamente es de Chiapas. Que negociar la paz no es ceder ni perder; que la paz ahora es un asunto central para el país, no una negociación coyuntural para pequeños grupos de un poder partidista que se extingue.