El 7 de noviembre de 1917, casi sin violencia, los comunistas en representación de la clase obrera, los campesinos y los soldados llegaron al poder en Rusia y empezaron una revolución. Dio comienzo así un ambicioso ensayo de reorganización social, cuya meta era crear en el viejo imperio de los zares nuevas relaciones de libertad, sin propiedad privada de los medios de producción, sin explotación ni opresión del hombre por el hombre.
La revolución socialista y la construcción de un Estado obrero, primero en la Unión Soviética y después de la segunda Guerra Mundial en otros países de Europa del Este y Asia, más tarde Cuba en América Latina, fue el gran desafío al sistema capitalista, cuyos ideólogos alimentan la idea de su eternidad.
Sometido a terribles presiones, cercos y agresiones, además de padecer dramáticas dificultades, errores y desviaciones, y por si fuera poco los crímenes del stalinismo, el ensayo de nuevo sistema en Rusia se prolongó durante 74 años; ejerció influencia determinante en las relaciones internacionales; fue contrapeso del capitalismo que se vio obligado a frenar sus apetitos, también ejemplo para millones de personas que en este siglo han luchado hasta el sacrificio por la meta emancipadora del socialismo cuyo primer intento se inició hace 80 años.
Sólo los anticomunistas recalcitrantes de ayer y de hoy o los conversos pueden menospreciar el significado transformador de aquella hazaña política y su propósito emancipador. Las banderas de quienes iniciaron aquella revolución son todavía familiares: justicia, democracia, libertad, rechazo al autoritarismo, reforma agraria, cambios radicales de las relaciones sociales. Si varios años después en la URSS se produjo un dramático viraje que la llevó a un sistema muy diferente a la meta que esperaban sus iniciadores, no es, como afirman sus adversarios de siempre, porque la idea misma de propiedad social sea una aberración ajena a la naturaleza humana, porque el hombre es el lobo del hombre, o porque el capitalismo sea la cumbre del desarrollo social, como sostienen algunos teóricos del neoliberalismo. Tampoco porque las revoluciones, como dicen algunos ex izquierdistas, contengan el germen del autoritarismo y las tiranías.
El socialismo real fue vencido por sus propias contradicciones. La ausencia de condiciones materiales en Rusia para construir el socialismo; su imposibilidad en un país aislado y atrasado, y el empeño por conseguirlo pese a todo no produjo la socialización de la propiedad, cerró el camino a la democracia socialista y dio lugar a la tiranía stalinista, con todas sus terribles consecuencias.
En la Unión Soviética y en otros países europeos se frustró el grandioso ensayo de renovación social: fracasó el socialismo autoritario, de Estado y centralista. Pero en sus inicios ese ensayo mostró las potencialidades emancipadoras de un sistema que elimina las causas de la explotación y la opresión; evidenció la posibilidad de funcionamiento de la sociedad sin propiedad privada de los medios de producción y sin explotación del trabajo asalariado. La ausencia de democracia, sin embargo, engendró nefastas desviaciones y crímenes inperdonables que desprestigiaron la causa socialista.
Con la debacle del socialismo real no se hundió, como pretenden sus adversarios, la idea de socialismo; no concluyó la necesidad de luchar por una alternativa emancipadora frente al capitalismo que profundiza las desigualdades y la injusticia; polariza la riqueza y extiende la pobreza; acentúa la explotación, genera desempleo estructural, condena a millones de personas a no tener un empleo nunca y vivir en la marginación social; impone discriminaciones por motivos de raza o sexo; degrada la calidad de la vida para la mayoría y pone en riesgo las bases mismas de la existencia humana por los graves desequilibrios ecológicos que provoca. El capitalismo, además, engendra violencia, descomposición social, opresión de naciones, amenaza de guerras.
Pese al fracaso del socialismo real y el triunfalismo neoliberal, hoy más que en el pasado es inadmisible la resignación o el abandono del pensamiento crítico; también son inaceptables el pensamiento único, la política única; sigue vigente, como lo previeron Marx y Engels, la disyuntiva: socialismo o barbarie.