México transitará al infierno y no a la democracia, si acaba de estallar la guerra en Chiapas. Y que nadie se engañe: si se frustra la paz en ése alejado pero estratégico rincón del país, tarde o temprano las llamas se extenderán por doquier. Entonces ya no tendrá sentido ni siquiera discutir cuestiones como la reforma del Estado, la aprobación del presupuesto o el futuro de un Congreso que se debate entre su ingreso a la historia y su asfixia parlamentarista.
Acaso como una última llamada, Chiapas volvió a acercarse a la guerra total y abierta con el reciente atentado en contra del obispo Samuel Ruiz, presidente de la Comisión Nacional de Intermediación (Conai). Guste o no, don Samuel encarna como nadie los ya larguísimos esfuerzos de paz. El atentado contra él fue, por ello, un atentado contra México.
Afortunadamente esta vez quedó en atentado, pero en cualquier momento puede ser algo más. Y es que, lejos de solucionarse, el conflicto en Chiapas se complica día con día. Lejos de atenderse las demandas de los pueblos indios --que tarde o temprano tendrán que atenderse si México ha de reencontrarse con sus raíces y caminar firme-- el tema chiapaneco tiende a olvidarse al tiempo que se insiste en el aniquilamiento del EZLN, sea por la vía militar o por la vía de los falsos diálogos y de los acuerdos incumplidos.
Más se juega con fuego entre más se elude el cumplimiento de los Acuerdos de San Andrés, firmados el 16 de febrero de 1996 y luego traducidos en una propuesta de reforma constitucional por parte de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa). Peor todavía, cuando en lugar de cumplir esos acuerdos en verdad mínimos, el gobierno se dedica a avanzar la militarización en Chiapas y, significativamente, en ya casi todo el país.
¿Acaso se piensa posible, por no decir cuerdo, una normalidad democrática asentada en bayonetas? ¿Es el lenguaje de las armas lo que distingue a la concepción oficial de la democracia?
Hay que repetirlo hasta el cansancio y hasta el consenso: el conflicto en Chiapas tiene un subsuelo que abarca a todo México. No se limita al atropello de la cultura y de los derechos indígenas. También tiene que ver con el derecho a una autonomía que dé cimiento sólido a la soberanía nacional, antes de que ésta termine de sucumbir ante la actual globalización desnacionalizadora. Tiene que ver con el derecho a la tierra y a los recursos naturales, conculcado por una política agraria neolatifundista y extranjerizante. Tiene que ver con el derecho a una vida digna (alimentación, salud, educación, vivienda, empleo) o por lo menos el derecho a salir del cajón de los prescindibles, lo que de plano choca con la actual estrategia de crecimiento económico. Tiene que ver, pues, con todos y cada uno de los derechos humanos, hoy por hoy vulnerados ora más ora menos en todos y cada uno de los estados del país. Y, sobra decirlo, también tiene que ver con una idea mínimamente seria de la democracia.
Si ello es así, entonces resulta absurdo querer olvidarse del conflicto en Chiapas. Mucho más pronto que tarde aflorará, como ya aflora, en otros estados. Hoy todo el subsuelo de México tiene los colores chiapanecos. De modo que no queda más que trabajar en una solución creativa y duradera.
A ese tipo de soluciones en definitiva no se avanza atentando contra la vida de nadie, mucho menos de alguien como Samuel Ruiz. Con ello, más bien se atenta contra toda esperanza de paz y, en seguida, contra toda posibilidad de un futuro democrático para México.