Todo mundo sabe que por más que no haya letrero que lo indique tú no puedes sentarte ante la mesa que ocupaba Ibsen en el Grand Café. Está literalmente en un rincón, por la entrada a la izquierda. Es redonda --creo recordar--, con cubierta de mármol. Igual que el muro detrás del respaldo de la silla, la mesa tiene incrustada una placa de bronce con el nombre completo de Ibsen. Semiempotrados en la pared, su bastón, el sombrero, un par de anteojos. En otra orilla, fotografías de la época enmarcadas. Sobre el bar, a unos metros, uno de los óleos con él de observador de la sociedad noruega. Todo forma parte del Grand Hotel de Oslo, una vez Kristiania, ciudad a donde Ibsen regresó después de veintitantos años de autoexilio en Italia y Alemania, convertido ya en autor reconocido, admirado, mundial. Cuando él llegaba puntual todos los días, quienes estuvieran en el café se ponían de pie al verlo entrar. Pero Ibsen no era amiguero. ``El hombre más fuerte del mundo --solía decir-- es aquel que está más solo''. Ibsen era tímido, reservado; hablaba con calma; no sonreía; pero, a la menor provocación, lanzaba paradojas y hacía comentarios satíricos para ser dejado en paz.
Este octubre leí Casa de muñecas delante de un ventanal que daba a un parque nevado con lago y con patos en Bergen, la segunda ciudad de Noruega donde, después de leer a los griegos, a Shakespeare, a Kierkegaard, a los clásicos alemanes, Ibsen arrancó en su aprendizaje de todo lo relacionado con el teatro danés-noruego, que era el que existía allí el siglo pasado, con miras a que de su experiencia surgiera el teatro noruego puro aquel mismo siglo. La obra, o mejor dicho la forma literaria que construye la obra, la calidad de su elaboración, me despertó. Luego leí que lo que Ibsen se proponía precisamente era ``despertar a la gente y orillarla a pensar en grande'', de modo que intuí sus intenciones y reaccioné de acuerdo con ellas. Me sorprendí exclamando ``Ibsen, Ibsen'', casi a manera de conjuro, casi como cuando él, aprendiz pero ya consciente de su vocación, abrió su primera obra con las palabras: ``¡Debo! ¡Debo! Así que ofréceme una voz en las profundidades de mi alma, y yo la seguiré''.
Para oír la más profunda, antes tuvo que despejar su alma de voces aún en contacto con la superficie hecha de ``lo que hay que oír'' y en consecuencia repetir. Callar la voz que mantiene las cosas como son conduce a oír la verdad, a desentrañar el secreto de la vida, según Joyce a los 18 años definió lo que Ibsen a los 72 hacía en su teatro. Es decir que Ibsen, ajeno a los modos a su alrededor, de entretenimiento sin fines de transformación, se propuso devolver al arte dramático el poder artístico de liberar al hombre del engaño que lo mantiene estático, y de ennoblecerlo a través de la convulsión que el enfrentamiento con su ``secreto'' le ocasionara. La conciencia de la duda como motor de nuestras pobres emociones. No hay tranquilidad; lo que hay es inquietud.
Para no hacer en teatro lo que se hacía, Ibsen mismo tuvo que ser transformado. ``Escribir es enjuiciarse uno mismo''; ``Escribir es ver; no reflejar''; ``Pregunto; no doy respuestas'', sostenía. Cuando mucho, tardamos en admitir que somos como somos. Los primeros espectadores de la obra de Ibsen encontraron escandalosa tanta verdad, dicha con un lenguaje de todos los días, y la rechazaron. Valiente, hasta temerario, Ibsen invitaba: ``Léanme para saber cómo soy''. Puedes no advertir en toda su amplitud que eres visionario, pero si tu sino te lleva por ahí, te conviertes en reorientador y serás seguido.
No sólo el joven Joyce estudió noruego para leer a Ibsen y seguirlo; también lo hizo Wittgenstein, con los mismos fines. El joven Munch, a quien Ibsen maestro apoyó en su momento, reconoció la influencia de Ibsen en su propio trabajo. Cuando Ibsen agonizaba, Munch, por medio de una pariente suya que atendía al moribundo, le transmitió su reconocimiento. Eleonora Duse viajó a Oslo uno o dos meses antes de que muriera Ibsen. La movía el deseo de verlo y expresarle su gratitud. Ibsen no estaba en condiciones de recibir a nadie, de modo que ella permaneció un largo rato en el frío de la calle, atenta a la ventana de Ibsen, despidiéndose de él en silencio.
Dos virajes de Ibsen como ejemplos a seguir: dejar el verso aun cuando, con música de Grieg, con él ya había hecho una marca, y adoptar el lenguaje cotidiano, con todas sus cadencias y confusiones, sus errores, sus interrupciones; caracterizar con él a sus personajes, con sus diferencias diurnas y nocturnas. Y por otra parte dejar las tradiciones, aun cuando con ellas --Peer Gynt-- ya había hecho una marca, y adentrarse en la realidad, buscar la verdad, el ``secreto'' de la vida de sus personajes y entregarse a padecer el mismo destino misterioso de ellos, según observó Jacques Lassalle. Valorizar la incógnita de la existencia, más palpitante que una certeza que siempre resulta promesa incumplida. No digo virar necesariamente en esos sentidos pero sí hacia ellos: arriesgarse a abandonar formas y fondos estáticos, a trabajar con el barro de la vida al rojo vivo, a no saber qué hacer o cómo, a hacerlo