La Jornada 9 de noviembre de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
A escena

Me paso todo el tiempo diciéndoles a los viejos que no se desanimen, que no es la primera ocasión que se nos avecina una tormenta ni será la última. Si superamos la anterior -y eso que no teníamos experiencia-, no veo motivos para presentir un fracaso. Lo malo es que algunos dudan de mis buenas intenciones, creen que sólo busco mi provecho. Mentiría si dijera que no me importa conservar mi vivienda, pero Dios sabe que me significa tanto o más que los abuelos puedan seguir aquí.

La primera vez que les pedí su colaboración a los ancianos, lo hice porque no quedaba otro remedio. O lo hacía o nos íbamos todos a la calle. No es el momento de pensar lo que habríamos sufrido en tal caso. Ahora lo importante es convencernos de que si una vez salimos vencedores, lo haremos de nuevo. Estoy de lo más optimista. Los viejos no. Se han pasado los últimos días deprimidos. A cada momento suspenden el trabajo y me preguntan: ``¿Se imagina cómo viviré sin Fulanita, sin Zutanito?''. Claro que lo imagino pero no lo digo; al contrario, me vuelvo inflexible y les recuerdo que apenas nos queda tiempo para los ensayos.

II

No soy presumido pero la verdad es que salvamos el primer conflicto gracias a mi ocurrencia. Se me prendió el foco cuando supe que corría el mismo peligro que los viejos: verme en la calle de la noche a la mañana. Primero me puse a mentar madres, pero luego entendí que así nada más perdía lo único que me quedaba: tiempo. A los viejos ni eso. Aquel maldito lunes -lunes al fin- me lo dijo una voz interior: ``Cástulo, acuérdate de lo que te han confesado estos ancianos: prefieren matarse antes que abandonar esta casa, porque ya no tendrán tiempo para construir su vida en otra parte''. Ese pensamiento fue la chispa que provocó un incendio. En un instante se me ocurrió toda la escena, de pe a pa. Sólo me faltaba convencer a los viejos para que me ayudaran. Lo conseguí dándoles una sopa de su propio chocolate: actuando.

III

Aquel lunes cambió mi vida y por eso lo recuerdo todo: el cielo gris, las hojas cayendo de los árboles, la expresión severa con que el administrador me dijo que el nuevo propietario de la casa quería darle otro uso al inmueble. La frase me cayó de la patada y no lo disimulé, pero el asqueroso de Fideo -así apodábamos al idiota aquél sonrió como si le valiera madres mi disgusto. Luego me dio la puntilla: ``Le aconsejo que usted también vaya buscándose otro lugar donde vivir. Por lo pronto, hable con esta gente, tranquilícela, dígale que le daremos tiempo. El lunes regresaré a decirle cuánto, pero será lo necesario para la mudanza y la instalación de los viejos. Cástulo, no me mire así: tiene que haber un lugar donde puedan meterse''. Acompañé a Fideo hasta el zaguán, pero ni siquiera me despedí de él.

La mente es prodigiosa y terrible. De la puerta a la sala de convivencias donde me esperaban los viejos, visualicé mis únicas perspectivas: pedirle albergue a mi madrina Concha -vieja sucia, si cree que no recuerdo lo que me hacía de niño, se equivoca- o convertirme en el hermano pródigo de mi hermana Esther. Llegué a la conclusión de que lo único menos malo de esas dos posibilidades era el suicidio. Esa palabrita me hizo clic. Recordé lo que una vez me había dicho don Lucio: ``Cuando me salgan con que van a echarme de aquí, me les adelanto: agarro mi vilet y me corto las venas. Total, es mi navaja y yo puedo hacer con ella lo que se me dé la gana: hasta mocharme los huevos si quiero''. La verdad, nunca he sido amigo de las mutilaciones, así que pensé en darle un mejor empleo a la vilet de don Lucio, en caso de que él aceptara colaborar en el plan que se me ocurrió en ese momento.

IV

Creo que a fuerza de tantas decepciones y dolores, los viejos presienten las malas noticias. Desde que apareció Fideo en el asilo los abuelos adivinaron que algo desagradable iba a suceder. Mientras el administrador y yo dábamos vueltas en el patio, los ancianos fueron concentrándose en la sala de convivencias donde nos reunimos siempre que hay algo importante que discutir.

Nunca antes de aquella mañana se nos había presentado un ultimátum. Mientras pensaba qué iba a decirles a los abuelos, decidí suplantar la palabra desalojo por otra menos aterrorizante: mudanza. Cuando me imaginé frente a los abuelos, diciéndoles: ``Tendremos que mudarnos de este inmueble'', me sentí tan miserable como debía sentirse Fideo en aquellos momentos, así que opté por la claridad.

Al recordar, comprendo que aquella mañana se me pasó la mano: me fui derecho a don Lucio -siempre al lado de Carmina-- y le pregunté si estaría dispuesto a usar su vilet. Sorprendido, el viejo cerró los puños, y gritó: ``¿Acaso te estás burlando de mí?''. Me pregunté en qué obra de teatro habría adoptado el anciano aquella actitud que me obligó a retroceder y provocó el suspiro de Carmina. Ah, vieja maravillosa. No me explico que los directores de su tiempo le hayan dado apenas dos o tres papelitos, y siempre en obras de Alejandro Casona, cuando merecía encarnar a los grandes personajes. Lo sé porque aquí nos dio una casi-viuda absolutamente memorable. Confío en que lo hará de nuevo.

En fin, la mañana de aquel lunes, luego de que Lucio prácticamente me retó a duelo, les expuse a los viejos la situación, pero exagerando un poco: ``El nuevo dueño quiere levantar aquí unos condominios. Mandó decir que esto no es beneficencia. El próximo lunes nos echarán a todos''. Hice una pausa. Escuché desahogos y protestas, luego continué: ``Sí, nos pondrán de patitas en la calle... a menos que podamos evitarlo''.

``¿Cómo?'', preguntaron todos. En vez de responder, elucubré: ``¿Qué sería de nosotros lejos de esta casa? Morir o algo peor...'' Carmina tomó la palabra: ``A ese maldito -naturalmente se refería a Fideo-, ¿qué puede importarle eso?''. Le contesté que nada, mientras no lo viera. Don Lucio depositó un escupitajo en su pañuelo antes de preguntarme cómo lograríamos semejante cosa. Le contesté: ``Representando la muerte, haciendo que Fideo mire las posibles consecuencias de su acción''. Las miradas brillantes me inspiraron para seguir con mi discurso: ``En el teatro suceden las cosas que pasan en la vida. ¿Por qué no hacerlo al revés?'' El aplauso de los ancianos me indicó que habían comprendido mi plan.

V

Aquella fue la semana más feliz de nuestra vida. Salvo pequeños accesos de envidia y el pleitazo que tuve con don Lucio para que renunciara a declamar últimas palabras -lo convencí inventando nombres de famosísimos actores del cine mudo-, nada enturbió la dicha de aquellos días. Los pasábamos en el cuarto del viejo, afinando detalles: la posición de su cabeza, el abandono de su mano rozando el piso, las manchas de sangre en las sábanas.

Camelia no me dio ningún problema: sola eligió el sitio en donde se hincaría a llorar el suicidio de su amante secreto -ella aceptó de buena gana asumir ese papel, aunque nos juró que entre ella y Lucio sólo existía una vieja amistad- y la forma en que pensaba mostrarle a Fideo la navaja ensangrentada sin decir ni media palabra. El resto de los asilados aprobó la escena y mi intervención: cuando Fideo quisieran reportar el suicidio, le diría que todo había sido una representación de lo que pensaban hacer los viejos ante el desalojo.

Obtuvimos un éxito rotundo. Fideo se fue maldiciéndonos, y durante siete meses no volvimos a tener noticias suyas ni del nuevo dueño. Pensamos que nos había olvidado hasta que, de pronto, el jueves, apareció un nuevo administrador. Antes de que comenzara a hablar, todos sabíamos lo que iba a decir. Por supuesto, lo despedí en el zaguán, y enseguida corrí a la sala de convivencias, donde estaban los viejos. Los encontré ansiosos, listos para un nuevo ensayo.