La Jornada Semanal, 9 de noviembre de 1997
Estudioso de las ``culturas híbridas'', Néstor García Canclini se ha interesado en temas que van de la narrativa de Julio Cortázar a los códigos del transporte urbano. En esta ocasión, el sociólogo de la cultura viaja a la zona de la fayuca, las garitas y la migra, y se enfrenta a uno de los sucesos más interesantes del arte público: In Site, el conjunto de propuestas plásticas que en estas semanas borra la frontera entre Tijuana y San Diego.
Por qué no sirve el caballo de Troya
Hace algunos años que México es multicitado en la literatura artística internacional por algo más que sus sitios arqueológicos, los museos, el muralismo y los pintores reconocidos como herederos de ese esplendor histórico: desde Tamayo y Toledo hasta los neomexicanistas. En libros y revistas se habla ahora de la frontera con Estados Unidos como fascinante laboratorio intercultural y estético, y muchas obras cultas y populares generadas en ese contexto son vistas como emblemas posmodernos.
En esta ``herida abierta'' entre los dos países, se realizaron en 1992 y 1994 las muestras de arte urbano In Site, cuya vasta repercusión facilitó que este año pudiera emprenderse una exhibición de mayor envergadura: 42 artistas de toda América Latina, desde Canadá a la Argentina, recibieron diez mil dólares cada uno para producir instalaciones en espacios públicos de Tijuana y San Diego. El impacto de esta experiencia en el mundo artístico y en más de cuarenta medios de prensa, radio y televisión de los dos países que acompañaron la inauguración el 26 y 27 de septiembre pasado se explica, en parte, por la calidad de la mayoría de las piezas, notable si las comparamos con muestras cercanas donde predominaron las instalaciones (la Bienal estadunidense del Museo Whitney este mismo año y la muestra del Centro Cultural de Arte Contemporáneo, en la ciudad de México, con unos 140 artistas latinoamericanos: apenas 10 o 12 obras merecían atención, y por eso hicieron dudar a los críticos sobre la fecundidad del arte-instalación). Otra clave que vuelve a In Site útil para examinar los dilemas actuales del arte público, es el programa organizado con el fin de evitar el paracaidismo de obras concebidas sin tomar en cuenta el contexto: antes de formular sus trabajos, los artistas invitados debieron residir varias semanas en la región, hicieron recorridos guiados por expertos en la frontera y convivieron con la gente en los espacios donde insertaron sus obras.
Al atractivo de esta frontera erizada por tráficos legales e ilegales -60 millones de cruces anuales sólo entre Tijuana y San Diego-, In Site añade el interés de ser un programa donde se experimenta la colaboración de organismos estatales y privados (Conaculta, fundaciones, sponsors e instituciones culturales y barriales). La participación local es decisiva para lograr la aceptación de las obras en una zona de intensa violencia y vigilancia estricta de las fuerzas de seguridad de ambos países, donde son tan difíciles de conseguir los permisos oficiales para hacer experiencias a metros de la frontera, como el respeto y la colaboración de colonias populares que controlan con celo sus territorios.
No sabemos qué hacer con Tijuana
Es más que un juego lingüístico decir que los mayores performances ocurren, sin necesidad de artistas, en esta frontera donde todos los días, frente a las 15 casetas que controlan el paso de México a San Diego, se acumulan de 100 a 400 metros de coches. Para cruzarla, aun quienes tienen documentación eufemizan sus intenciones: ``vamos de shopping'', ``llevo a mis hijos al Parque Balboa''. Los agentes de la ``migra'', entrenados durante años en las artes del simulacro, saben imaginar lo escondido: ``open the cajuela'', ``qué lleva atrás''. Si el día está fácil, enseguida dejan continuar por el laberinto de bardas colocadas haciendo curvas caprichosas, como si el chofer tuviera que probar su aptitud para conducir. Los otros días las filas no avanzan, y puede durar dos o tres horas la aglomeración inerte de coches, que parece una gigantesca instalación.
Más esquiva es la confrontación entre quienes buscan pasar sin documentos y quienes tratan de detenerlos. La ``línea'' de alambre mil veces burlada ha dejado su lugar a un símbolo rotundo: las planchas de acero que se usaron para pistas de aterrizaje en el desierto durante la Guerra del Golfo, reconvertidas ahora en kilómetros y kilómetros de un muro apenas un metro más bajo del que hubo en Berlín. Respaldado en los tramos más vulnerables por una segunda barrera de columnas de cemento, por coches de la Border Patrol y helicópteros, desaniman la creatividad, como se ve por los graffitti -más escasos que en aquel monumento europeo. Puede encontrarse a veces a cinco niños cavando un túnel de juguete y pasando a jugar por breve tiempo del otro lado, pero predominan los grupos de hombres y mujeres que huyen; algunas, con hijos muy pequeños, se esconden de la migra y también de policías mexicanos en bicicletas, que dicen perseguirlas ``porque son las que vienen a robar a los que quieren pasar al otro lado''.
Los centenares que siguen infiltrándose diariamente desconciertan a los constructores de muros, laberintos y sistemas láser de vigilancia nocturna. Pero tampoco del lado mexicano es fácil saber qué acciones pueden ser eficaces ante las multitudes que llegan de todas las regiones de México, la lucha entre cárteles que hacen de este punto el lugar de mayor narcotráfico hacia Estados Unidos, los asesinatos diarios de políticos, policías y ciudadanos comunes, nunca esclarecidos. En vista de la cantidad de películas, relatos periodísticos y la próxima filmación de una telenovela basada en este tipo de acontecimientos, el Ayuntamiento panista de Tijuana consiguió a fines de agosto el registro del ``buen nombre de la ciudad'' en el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial para protegerlo de quienes deseen usarlo en ``publicidad y negocios, difusión de material publicitario, folletos, prospectos, impresos, muestras, películas, novelas, videograbaciones y documentales''. No es difícil imaginar los trastornos que hubieran sufrido desde hace siglos con políticas semejantes, escritores como Shakespeare por situar sus crímenes en Dinamarca, o Bertold Brecht y tantos otros que también ubicaron historias espinosas en países que no eran el propio. La pregunta acerca de quién es el dueño del patrimonio se ha vuelto aún más compleja en esta época globalizada, en que gran parte del patrimonio se forma y difunde en las redes invisibles de los medios. Cuando las autoridades quieren convertirse en administradores de los imaginarios sociales, ¿qué les queda a los especialistas en este campo, a los artistas?
In Site, como su nombre sugiere, los invitó a actuar ``en la realidad''. Algunos aceptaron el desafío eligiendo lugares procesos comunicacionales en que se construyen las imágenes de San Diego y Tijuana. A Thomas Glassford se le ocurrió que en el Centro de Información Turística de San Diego, en el centenar de pantallas de video que exhiben las atracciones de esta ciudad, faltaba una de las ofertas: sus 117 canchas de golf. Usó varias pantallas para exhibirlas, instaló minicampos de golf (tapetitos verdes con banderas de EE.UU. en cada hoyo) en el Centro y por toda la ciudad, y proyectó un video, City of greens, en el que actúa como agente secreto, con portafolios metálico encadenado a su muñeca y que no se quita ni para hacer el amor; huye por la ciudad donde los campos de golf proliferan en las antenas de teléfonos, en las azoteas de rascacielos y hasta en la cajuela de un coche, siempre coronados con la bandera de EE.UU. Su fuga culmina en la frontera hacia México, donde lo espera la gigantesca bandera tricolor, semejante a las colocadas últimamente en la capital.
Algunos artistas utilizaron espacios en desuso. En el edificio semiabandonado, semirreciclado, de lo que fue la fábrica Carnation, Helen Escobedo documenta los usos contrastantes de la leche. Convirtió la ex lavandería en ``desmanchadero'' donde a las vacas se les quita lo oscuro, y, atravesando un muro de cajas de leche descremada, se accede a la exhibición paródica de decenas de variedades de leches dietéticas, mitad reales, mitad inventadas, aunque siempre es arduo discernirlo en ``un mundo donde la mitad de la población sufre hambre y la otra mitad está a dieta''. El valor artístico de la muestra es ``consagrado'' por su título: L'Ubre Mooseum.
La representación dramática de la migración no se permite ironías en los murales de Chicano Park, espacio verde bajo tres autopistas que se cruzan, donde los habitantes latinos llevan años pintando sus modos de imaginar la historia épica de México y de California. Es distinto el enfoque de la brasileña Rosanna Rennó, quien ocupó vitrinas comerciales con grandes fotos de migrantes de todas las regiones de México, pero representando la tranquila cotidianidad de los múltiples oficios en que sirven a la población californiana: meseros, mecánicos, empleados en farmacias, maquiladoras y mercados.
Hubo artistas que sintieron difícil apropiarse del espacio de San Diego, de sus barrios dispersos, conectados más que unidos por la autopista que va a la altura de los techos, ocultando la ciudad. ¿Por qué varios participantes -especialmente latinoamericanos- eligieron sótanos o garages para ubicar sus obras? A veces funcionan como refugio, por ejemplo de los rollos de arcilla que Anna María Maiolino instaló con el deseo de recuperar, más allá o más acá del tráfico exterior, la intimidad con materiales primarios. En otras obras, el espacio cerrado acentúa el agobio de las metáforas inventadas para nombrar la frontera. La barda de acero, semejante a la frontera bélica impuesta por EE.UU., terminada en guillotina, hecha por Fernando Arias; la retícula monótona de Quisqueya Hernández; el alucinante video de Miguel Río Branco. Y, en una de las obras más potentes de este conjunto, el chileno Gonzalo Díaz colocó en un enorme sótano vacío, como estacionamiento de thriller, pájaros envueltos y módicos carteles de neón en 14 columnas, estaciones de un viacrucis, La tierra prometida, en que las palabras que anuncian cada etapa son figuras de la retórica: metáfora, metonimia, hipérbole... Díaz dice que cada una de ellas podría encontrarse en los discursos sobre la frontera, lo cual se comprueba en las diferencias estilísticas con que la representan los demás participantes; pero me parece que la ritualización de este espacio habla sobre todo de prácticas artísticas que buscan su sentido en catacumbas, parajes sórdidos y discursos secretos, protegiéndose de la furia o la asepsia de la arquitectura de San Diego.
Si estas alusiones elípticas o francas ``huidas'' del espacio urbano forman parte de lo que los artistas pudieron hacer con esta ciudad, ¿qué les ocurrió al querer apropiarse del espacio caótico, repleto, hipercontradictorio de Tijuana? ``Al principio, casi todos los invitados de Estados Unidos querían actuar del lado mexicano, y la mayoría de los latinoamericanos en San Diego'', dice Ivo Mesquita, uno de los curadores junto a Olivier Debroise, Jessica Bradley y Sally Yard. Los intentos por trabajar ``con la comunidad'' en un lugar extraño, vuelven aún más patentes la complejidad y las ambigüedades que implican salir de los museos. Patricia Patterson convenció a una familia en la popular colonia Altamira de que su casa mejoraría aplicándole vibrantes colores ``mexicanos'' (rosas, verdes, azules) y armando cuadros con fotos de álbum que hicieran presente la memoria familiar en las paredes. Marcela, la dueña, la dejó hacer: ``Pero le dije que después me tenía que pintar todo de blanco. Cuando los vecinos veían la barda de la calle con una madera de cada color, me preguntaban si iba a poner un kinder. Luego fui comprendiendo el proyecto'', dijo usando varias expresiones semejantes que la mostraban tan satisfecha como ``informada'' de las expectativas de quienes la entrevistábamos. Tan sorprendente como enterarnos de que Patterson anduvo haciendo esto como ``una búsqueda de lo indígena''.
Mejor inserción revelan las fotos de Allan Sekula, cuya elocuente policromía no sofoca lo que quieren decir rostros y escenas de Ensenada, donde el puerto fue comprado por coreanos para facilitar la exportación de lo que producen las maquiladoras, y de Rosarito, donde Hollywood instaló estudios en los que acaba de filmarse Titanic: sus imágenes de alta tecnología corresponden al impulso industrial dado por capitales multinacionales a esta zona norte de México, al alarde de quienes reflotan aquí un vetusto barco (``precursor de una maquiladora incógnita'') y prolongan las aventuras del imaginario blanco que iniciaron los conquistadores de California, los fugitivos de Hollywood siempre huyendo hacia esta frontera, destino utópico ``de libertad infantil, donde las langostas pueden ser devoradas con ferocidad, donde los coches se manejan con imprudente abandono''.
Al uso exótico de los coches se refieren las obras realizadas por Betsabeé Romero en la colonia Libertad de Tijuana, y por Rubén Ortiz en San Diego. Agrego a los comentarios de José Manuel Valenzuela en el artículo que sigue a este texto, que ambas obras impresionan tanto por su lograda compenetración con las culturas locales como por lo que su comparación sugiere acerca de las relaciones distintas de los sexos con ese símbolo masculino que son los autos. La mirada de Ortiz no renuncia a este sentido, pero lo sutiliza bajo la estética low rider, mientras la feminización ornamental de Betsabeé, cubriéndolo con tela estampada y llenándolo de flores secas -lo cual subraya la violencia al incrustar el coche en la tierra junto a la barda fronteriza- induce a la vez significados lúdicos y dramáticos, bien captados por los niños y niñas que jugaban con el coche y se complacían en ser fotografiados con este nuevo símbolo plenamente integrado a la colonia.
En cambio, suscita dudas la forma de asumir la frontera sugerida por la obra de Jamex y Einar de la Torre. Bien resuelta en su intento de integrar la pirámide precolombina con materiales e iconografía chicana (superficies lustrosas, objetos de religiosidad y diversión popular), propone un espacio atrincherado, defendido por múltiples brazos empuñando botellas rotas: la lucha contra lo otro, al fin de cuentas incorporado a la iconografía de la pirámide, ¿puede ser repliegue sobre lo que proclamamos ``propio'' y acabar en una pelea de borrachos?
Del espacio urbano a los medios
Prefiero el enorme caballo de Troya de Marcos Ramírez Erre, instalado a pocos metros de las casetas de la frontera, con dos cabezas: una hacia Estados Unidos, otra hacia México. Evita así el estereotipo de la penetración unidireccional del norte al sur, y también las ilusiones opuestas de quienes afirman que las migraciones del sur están contrabandeando lo que en EE.UU. no aceptan, sin que se den cuenta. Es un ``antimonumento'' frágil, efímero y ``translúcido, porque ya nosotros sabemos todas las intenciones de ellos hacia nosotros, y ellos las de nosotros hacia ellos''. En medio de los vendedores mexicanos circulando entre autos aglomerados frente a las casetas, que antes ofrecían calendarios aztecas o artesanías y ahora ``al hombre araña y los monitos de Walt Disney'', Ramírez Erre no presenta una obra de afirmación nacionalista sino un símbolo universal modificado para indicar la incertidumbre de un tiempo en ``que la única manera de cubrir la verdad es sobreinformando''. No es la censura lo que ahora se usa ``para ocultar la verdad, como en los asesinatos que hubo por acá''; ``cuando ya no hay suficientes guardias de la censura para controlar la avalancha de sospechas y ya no sabe uno dónde quedó enterrada la verdad, cada quien tiene su versión, y ahí comienza el trabajo creador''. Una respuesta lúcida a quienes todavía creen posible establecer aduanas rígidas, proteger las ciudades y sus imágenes con decretos.
Tal vez las mejores metáforas que el arte puede proponer son las que problematizan los estereotipos de esta y otras fronteras. En un mundo tan interconectado, las innovaciones formales se instalan en un espacio cuando asumen sus ambivalencias, cuando hablan a los que viven allí, a los que atraviesan el lugar y van a otra parte, a los que se enteran por los medios. Las preguntas por el impacto que estas obras producen entre los habitantes locales, encontraron que la mayoría ignoraba la existencia de In Site, y ante las obras con las que tropezaban sentían desconcierto a veces, placer otras, intriga o indiferencia. Varios periodistas e intelectuales locales que ya habían apreciado la edición anterior, en 1994, declaran que el mayor efecto de estas experiencias se da en las comunidades artísticas de Tijuana y San Diego. Corrobora esta repercusión restringida la mejor comprensión hallada en quienes visitaron las obras en centros culturales, o enmarcadas por un contexto ``cultural''.
Quizás un análisis más extenso, con lo que vaya sucediendo en las próximas semanas de esta exhibición, permita confirmar en In Site lo que en los últimos años se ha vuelto habitual para gran parte del arte contemporáneo: más que apropiarse de espacios físicos, o intervenir en culturas o fronteras específicas, los artistas realizan obras transfronterizas, que transitan a la vez por los circuitos del arte y de los medios.
Sabremos más de esto porque Televisa, Televisión Azteca, los canales 11 y 22 y otros de EE.UU., filmaron las experiencias de In Site '97 y las difunden por el mundo, como lo harán en los próximos meses las revistas especializadas y otros medios culturales. Por la calidad de muchos trabajos y por el original emplazamiento en una frontera inquietante, se hablará y se escuchará en varias lenguas de lo que 42 artistas americanos imaginaron que podían hacer con Tijuana y San Diego en 1997. ¿Más que In Site será In Media?