La Jornada Semanal, 9 de noviembre de 1997



LAS PESADILLAS DE UN CLOWN: EL TEATRO DE GOMBROWICZ


Antonio Castro



Cuenta Jan Kott que en el invierno de 1943, en la Varsovia ocupada por los nazis, una joven actriz lo invitó a una fiesta. Debido al toque de queda, estaba prohibido salir a las calles después de cierta hora. Por lo tanto, los invitados a cualquier reunión sabían de antemano que forzosamente tendrían que permanecer en un pequeño departamento de dos o tres habitaciones (cuatro, en el mejor de los casos) de las 10 de la noche a las seis de la mañana. Probablemente, esas reuniones, que debieron ser abundantes en performances espontáneos, psicodramas grotescos y demás productos de la inventiva nocturna, inspiraron obras de teatro como A puerta cerrada de Sartre, Esperando a Godot de Beckett o La cantante calva de Ionesco. De cualquier manera, dice Kott que en aquella ocasión, ya muy entrada la noche, escuchó una serie de sonidos extraños que provenían del cuarto contiguo. Al asomarse, encontró a dos jóvenes arrodillados uno frente a otro. Estaban agachados con las cabezas tocando el suelo y a la cuenta de tres volteaban a verse, imitando sus rostros, gesticulando de la manera más siniestra. Se trataba de un duelo de muecas que sólo podía concluir cuando uno de los dos hacía una mueca imposible de superar. Todos los rostros estaban permitidos: íntimos y sexuales, políticos y demagógicos, obscenos y grandilocuentes, tímidos y pudorosos. Los rivales se atacaban con la cara de una virgen, de una loca, de un patriota, de un traidor, de un conservador o de un revolucionario.

Uno de los jóvenes era Czeslaw Milosz, años más tarde Nobel de Literatura; el otro, el dramaturgo Jerzy Andrzejewski. Sin embargo, más allá de quiénes eran, lo importante es que estaban poseídos por el espíritu de Gombrowicz, o para ser más precisos, de su primera novela, Ferdydurke:

Los adversarios se colocarán cara a cara y se atacarán con sus rostros espetándose una serie de muecas, de modo que, a cada mueca constructiva y positiva de Sifón, Polilla contestará con una contramueca destructiva y negativa en grado extremo. Para llegar a una decisión definitiva, deberán hacerse las muecas más drásticas, personales, íntimas, más hirientes y demoledoras, sin ningún freno.

Se calló. Sifón y Polilla ocuparon sus puestos; Sifón se frotó las mejillas, Polilla movió la mandíbula y Bobek expresó, castañeteando los dientes: ``¡Pueden empezar!'' Y justamente cuando decía eso, que ``había que empezar'', la realidad sobrepasó definitivamente sus límites, lo insustancial culminó en pesadilla, la inverosímil aventura se convirtió en un sueño, dentro del cual, yo, atrapado, no podía moverme. Parecía como si mediante un largo adiestramiento se alcanzara por fin ese grado donde se pierde el rostro. Y no habría sido nada extraño que Polilla y Sifón hubieran tomado sus rostros arrojándoselos entre sí. Balbuceé:

-¡Ah, tengan piedad, tengan piedad por sus rostros! ¡Al menos, tengan piedad por mi rostro!(1)

Esta escena, que contiene todo el teatro de Gombrowicz, forma parte de una gran pesadilla donde el protagonista, un hombre de treinta y tantos años, sueña que es secuestrado por un antiguo profesor suyo y, súbitamente, reaparece en su vieja escuela secundaria. Atrapado en esta absurda situación, padece las ocurrencias y perversiones de los estudiantes, púberes furiosos y exaltados, que lejos de advertir en él a un adulto, lo reconocen como un nuevo miembro de la pandilla. Aquí figuran las grandes obsesiones del autor: los procesos de imitación como fundamento de la conducta social y afirmación de las estructuras de poder, el divorcio entre el ser humano y su propio grito, la apología de la inmadurez, que él llamaba ``la horripilante desenvoltura de la juventud'', así como su loca pasión por las pesadillas vergonzosas y autoritarias.

No obstante, mientras dos jóvenes escritores polacos comenzaban a forjar el largo camino hacia su consagración, Gombrowicz atravesaba por la época más difícil de su vida. Accidentalmente exiliado en Buenos Aires, donde lo sorprendió el principio de la guerra, bordeaba la miseria extrema. Pasaba la mayor parte del tiempo en un café de la calle Corrientes, el Gran Rex, donde se dedicaba a dos actividades principales: jugar ajedrez y traducir Ferdydurke. Pese a su escaso dominio del español, Gombrowicz logró convocar a los parroquianos del lugar para que lo auxiliaran en su tarea. Entusiasmados, un grupo de cinco o seis escritores latinoamericanos que no sabían nada de polaco, entre los que figuraban el cubano Virgilio Piñera y Ernesto Sábato, trataban de traducir el libro de un polaco que con grandes dificultades hablaba algo de español. Al parecer, en ocasiones Gombrowicz se enamoraba de una palabra cuyo sentido no comprendía bien y la imponía porque su sonoridad o su fisonomía le parecían evocadoras. Estas sesiones, que constituyen por sí solas una escena digna del autor, se realizaron entre mesas de ajedrez y billar, y dieron como resultado la publicación de la versión española de Ferdydurke en 1947. Piñera define el resultado como ``un borrador de traducción en un español macarrónico''.

Sea como fuere, Gombrowicz permaneció en Argentina por veintitrés años. Ahí escribió la mayor parte de su obra y ahí escribió su pieza dramática más importante: El matrimonio. La obra trata de la historia de un soldado en el frente que sueña el regreso a la casa de sus padres. No obstante, en este sueño su casa no es su casa porque se ha convertido en una taberna, en un tugurio vulgar. Sus padres son sus padres, pero no lo son porque ahora, en lugar de ser gentes respetables, se dedican a atender esta cantina. Y por si fuera poco, su novia se ha convertido en la sirvienta de sus padres y padece las vejaciones de los borrachos que con frecuencia visitan el local. El protagonista intenta convivir con su pesadilla, pero es incapaz de aceptarla:

Mi padre surgió de las tinieblas, pero tan cambiado que a duras penas se le reconoce. Y para colmo es tan silencioso que debo hablar yo solo. Tal vez sea mejor dejarlo así. ¡Qué extraña suena mi voz!... Dejémoslo así.

``¡Qué extraña suena mi voz!'' Gombrowicz se obsesiona por las pesadillas porque en ellas encuentra un terreno fértil para situaciones vulgares y vergonzosas. Este parlamento exige una mala actuación por parte del protagonista, una representación vulgar que le permita extrañarse del sonido de su propia voz, de las falsas intenciones ocultas detrás de su falsa inflexión. Contra lo que generalmente se aborrece en el teatro, El matrimonio pide que el reparto sea deliberadamente artificial. Sólo así tiene sentido la pesadilla. Tal vez sin proponérselo, la obra ofrece una serie de retos actorales muy audaces.

Aun en su prosa más densa, Gombrowicz brilla por su teatralidad carnavalesca, sus situaciones oníricas, sus personajes, a veces desbocados y a veces reflexivos, y sus escenarios agobiantes, que adivinaron (desde la década de los treinta) la dirección que habría de tomar el teatro después de la segunda guerra mundial. Paradójicamente, no sólo produjo una obra dramática muy reducida, sino que siempre se mantuvo indiferente con respecto a la puesta en escena. Cuando se le preguntó por qué, respondió: ``A decir verdad, hace al menos treinta años que no pongo los pies en un teatro. Escribo obras teatrales, pero no frecuento el teatro... Ni yo mismo sé por qué... por pereza, supongo...''