La Jornada Semanal, 9 de noviembre de 1997
El libro más reciente de Mónica Lavín es La más faulera. El cuento que hoy presentamos, cuyo título completo es ``El Jockey mira un cuadro (You can't always get what you want)'', pertenece al libro Ruby Tuesday no ha muerto, que este año obtuvo el Premio de Relato Gilberto Owen.
Era tan sencillo estar frente a él. Hans lo miraba de soslayo con el tercer café de la tarde, después de tres días de comida fría -emparedados de jamón, arenques y quesos- que iba menguando en el apretado espacio del frigorífico de la habitación. El primer día le levantó el castigo a esa misma hora, cuando el sol de la tarde penetraba incisivo por la ventana pequeña. Para entonces, el cuerpo y la mente torturados por la perfección de la estrategia habían logrado relajarse. l y Dave se registraron en aquel hotel pequeño del centro de la ciudad cargando una gran maleta y fingiendo un acento extranjero. En la privacía de la habitación abrieron la maleta y lo sacaron con el pulso agitado, sin creer del todo que la joyita estaba en sus manos. Dave blasfemó contra aquellas pinceladas que se habían convertido, involuntarias, en millones de dólares. Le parecía de mal gusto que un lienzo de menos de un metro cuadrado valiese lo que nunca pudo ganar en diez años de plomero.
Se tomó unos minutos de descanso, dio un gran trago a la botella de vodka y salió de prisa. Hans había peleado por ser él a quien correspondiera la calle. Temía los días de encierro, tan acostumbrado a la montura de caballo, al aire fresco del hipódromo. Ahora agradecería que el azar lo hubiera favorecido después de que lanzaron la moneda la mañana misma del robo. La sincronía había sido perfecta. La camioneta de teléfonos estacionada en la calle trasera del museo, la escalera que entre los dos desmontaron del techo y extendieron hasta alcanzar el ras de la ventana de ventilación. Una pieza maestra de coordinación, silenciosa, rítmica, ensayada decenas de veces en las caballerizas donde Dave le había propuesto aquella locura mientras arreglaba un atascadero en los abrevaderos y él quitaba la silla al caballo.
-Tu tamaño es perfecto. Medí el espacio de la ventana, medí el cuadro. Fue el año pasado, cuando era plomero del museo. Siempre estaba rodeado por multitudes, los guías lo explicaban, los espectadores exclamaban. Al principio fue la curiosidad, me acerqué y vi esa cara sin ojos y un puente de colores a lo lejos. No entendí nada, era la estupidez humana, pero supe que valía, más que mi trabajo apretando tubos, más que tus horas sobre la silla de cuero y los gritos del dueño del caballo cuando no ganas.
Lo había planeado durante un año. En una tarde convenció a Hans quien, con veintiocho años y el oficio perecedero de jockey, sintió que se abría el horizonte. Tomó el riesgo.
Los zapatos de hule apenas sonaban mientras Hans trepaba la escalera en esa hora escrupulosamente acechada por Dave: las dos quince de la madrugada. (Durante ese año, Dave se mudó a una habitación del edificio a espaldas del museo donde trabajaba y escogió el horario en que nunca pasó un auto ni un transeúnte, mucho menos la vigilancia.) Bastó jalar la ventila y escurrirse por el escaso espacio que ésta libraba, para toparse con el óleo cuya foto le enseñara Dave. Había que descolgarlo de prisa, la alarma sonaría y él tendría que bajar sin perder la calma, el equilibrio, el cuadro, mientras el personal de seguridad llegaba por la entrada principal del edificio. Los pasos estaban medidos. Notarían la ventila abierta y la escalera debajo, cuando la camioneta estuviese a tres calles de allí, camino al centro de la ciudad, y no a las afueras como era de esperarse.
Antes de voltear el cuadro esa primera tarde, Hans había despertado de un profundo sueño, un agotamiento que no se parecía al de ninguna carrera de su vida. Con el café en la mano y la luz forzada en el minúsculo espacio, miró con veneración la codiciada pieza. Quiso encontrar el asombro de los conocedores, la conmoción que podía tasarse en pesos. Una cabeza detenida por unas manos que soportaban el gesto de una boca gritando. Así, sin ojos, sin pelo, la figura le pareció inacabada, el paisaje atrás, un puente desolado bañado de luz. Desvió la vista confirmando su incapacidad de maravillarse. No lo puso más contra la pared y dejó que la figura desdibujada se convirtiera en escenario de la habitación.
Era el tercer día y el tercer café, Dave vendría esa noche con el cliente. Al mediodía le dio la buena nueva. Volverían a sus trabajos para no levantar sospechas de inicio, ya después cada cual partiría con su tajada.
Entonces cayó la luz mortecina sobre el cuadro y la cara surcada de pinceladas firmes pareció despegarse del fondo mismo. Con sus manos detenía un dolor incontenible. Hans sintió una punzada en el estómago. Le miró las órbitas en el espacio de los ojos y escuchó el desgarre de ese personaje sin tiempo, sin sexo, sin nombre. No podía alejar la vista, sentía que traicionaba ese sufrir ajeno. Estaba llamado al consuelo.
Cuando Dave entró con un hombre de traje oscuro, Hans seguía, en la penumbra, con la taza de café frío entre las manos y la mirada sobre el cuadro. Dave encendió la luz con brusquedad y levantó el cuadro para mostrarlo al interesado. Hans miró indefenso, mientras el hombre lo metía en un maletín y Dave contaba el dinero. Luego se oyó la puerta. Hans no salió de su arrobamiento hasta que Dave insistió que debían marcharse.
Lo encontraron espiando por las ventanas de la sala principal del millonario Van Culler. Había podido deslizarse entre los barrotes, dijo que buscaba un gesto. Lo creyeron loco. Luego insistió en comprar un cuadro y sacó un fajo de billetes. Entonces, empezaron a sospechar.