La Jornada Semanal, 9 de noviembre de 1997



ARTE IN SITU


José Manuel Valenzuela Arce


José Manuel Valenzuela nació en Tecate y es doctor en sociología por El Colegio de México. Es investigador de El Colegio de la Frontera Norte y director de la revista Frontera Norte. Es autor, entre otros libros, de A la brava ése: cholos, punks, chavos banda y El color de las sombras: chicanos, identidad y racismo.



Las fronteras

Los nuevos debates en el campo cultural han otorgado especial énfasis a los procesos de creación y recreación de las fronteras culturales, no sólo como límite sino como sitio de cruce y de contrastes, de intersecciones e intersticios, de apropiación y resistencia. La frontera es un campo de relaciones sociales cambiante; por ello las posiciones esencialistas no ayudan a su entendimiento.

La extensa frontera entre México y Estados Unidos es heterogénea, al igual que las diferentes conformaciones culturales de sus regiones, donde, además de las diferencias de género, participan decenas de pueblos indios, características regionales, identificaciones juveniles, formas diferenciadas de adscripción en la comunidad nacional imaginada, y distintos procesos históricos que han marcado ciertas particularidades en la colindancia regional, como ocurre en las relaciones entre Tijuana y San Diego.

La vecindad entre Tijuana y San Diego implica relaciones sociales inscritas en dos grandes sistemas nacionales con normatividades, lengua y cultura distintas, una fuerte desigualdad de poderes y diversos servicios compartidos (que tuvieron especial auge en los años veinte, como consecuencia de la Ley Volstead), la proliferación de casinos, sitios de juego y prostitución, las deportaciones masivas producidas por la crisis económica de finales de los años veinte e inicios de los treinta, la segunda guerra mundial, con asiduas visitas de los soldados estadunidenses, así como la recurrente demanda de trabajadores mexicanos, quienes a lo largo del siglo han laborado en los campos californianos.

La vecindad, más allá de la colindancia, implica coparticipación. La imagen recurrente de esta frontera se conforma de perspectivas estereotipadas, pero también de elementos dolorosos e insoslayables que implican a ambos países, como son la acción cotidiana del narcotráfico, la violación de los derechos humanos de los migrantes, la inseguridad pública o el racismo.

Además de la dimensión geográfica que define los límites nacionales entre México y Estados Unidos, o la fuerte vinculación económica y comercial, la frontera refiere a la conformación de umbrales culturales heterogéneos, desde los cuales se establece la relación entre las poblaciones de ambos países.

Las epidermis urbanas evidencian contrastes económicos y de poder. Estas relaciones también se inscriben en espacios objetivados, participan en la conformación social y simbólica de los ámbitos públicos, cuyos signos aluden a aspectos compartidos, pero también a diferencias y desigualdades. Las marcas visibles son los mojones que señalan los límites del despojo consumado con los tratados de Guadalupe-Hidalgo, o la malla de hierro corrugado que se introduce en el mar: herencia humillante de la madre de todas las batallas.

In Site: los discursos del arte-instalación

El llamado arte público participa en la resemantización de los espacios; incorpora elementos que redefinen sus aspectos significantes y cognitivos; participa en la disputa simbólica por su apropiación, como ocurrió con los grandes murales en el periodo posrevolucionario, que interpelaban a una población fundamentalmente analfabeta pero conocedora de los códigos elementales para interpretar sus propuestas.

De la misma manera, la apropiación crítica del muralismo mexicano por parte de los artistas chicanos permitió nuevas formas de vinculación comunitaria. Al igual que algunos artistas afroestadunidenses, aquéllos se apoyaron en los murales para presentar propuestas políticas que prefiguraban relaciones interétnicas menos injustas. No se convocaba a poblaciones analfabetas, sino a grupos portadores de distintos idiomas y tradiciones culturales. También los graffitti han tenido una fuerte presencia en la significación de las epidermis urbanas, principalmente a través del placazo de los cholos y de los audaces bombardeos de los taggers. Del lado mexicano, la desigualdad social ha sido la marca principal en la definición de los espacios urbanos, mientras que del lado estadunidense se añaden la diferenciación y segregación étnicas.

In Site '97 convocó a más de 40 artistas de diferentes partes del mundo, quienes realizaron proyectos de arte-instalación en las ciudades de Tijuana, Baja California, y San Diego, California. Con grandes desigualdades en lo conceptual y desniveles notables, algunos de los participantes encarnaron de manera directa la condición fronteriza.

Entre las diversas representaciones de la frontera, destaca El buen vecino, del dominicano Tony Capellán: herida permanente que atraviesa a ambos países, la fisura (representada por una sierra eléctrica) deriva de los poderes que dominan a ambas naciones. El territorio recreado por Capellán se cubre de tonos rojos y olores provenientes del chile en polvo (Doña María). Cerca de la herida metálica aparecen tonos oscuros, como sangre seca que permea los bordos fríos que demarcan la línea fronteriza.

En Puerta de Entrada San Ysidro, el tijuanense Marcos Ramírez Erre construyó un monumental caballo de madera en el límite fronterizo. El equino se eleva hasta 30 metros, y posee una cabeza en cada extremo del cuerpo. Son dos miradas opuestas (una hacia el norte y la otra hacia el sur), con sus propias perspectivas. Si pretenden avanzar en sentidos opuestos, se nulifican. El vientre vacío y translúcido del caballo muestra que, a diferencia de la referencia prístina, no existen fuerzas ocultas en su vientre. La propuesta de Ramírez Erre parece indicar que sólo la transparencia en la relación evitará fracturas de un caballo que habita en ambos territorios. A diferencia de Ramírez Erre, David Lamelas (El otro lado) presenta una perspectiva dicotómica (blanco y negro), con espacios contrapuestos y complementarios de luz y oscuridad, donde el lado oscuro (México) atisba la luminosidad estadunidense, mientras que desde el norte la lente produce el reflejo de uno mismo. Las relaciones de frontera son más complejas y contradictorias, como la propuesta de Miguel Río Branco, Entre los ojos el desierto, que nos atrapa en un juego fascinante y doloroso de imágenes y disolvencias, con matices, contrastes y contradicciones.

En La línea y la mula, del colombiano Fernando Arias, se presentan fragmentos de la malla ciclónica construida en diversas partes de la frontera, que impide la visibilidad hacia el otro lado, cortando el encuentro de miradas. La barda se apoya en una superficie metálica, de brillo especular, en la cual podemos reflejarnos y seguir su trayectoria agresiva de guillotina que casi llega al piso, donde se encuentra una columna de polvo blanco. La línea de coca, visible desde ambos lados de la frontera, podría proyectarse hasta la mula, personificada por su autor, quien representa a los que transportan la droga. Un endoscopio permite mirar dentro de su cuerpo, en su identidad más íntima. El espectador deviene voyeurista de la interioridad expuesta del artista, desafiándonos a ver dentro de nosotros mismos.

En la frontera existen recursos naturales compartidos, como los mantos freáticos que se encuentran en un subsuelo desatento de la línea internacional. De ahí adquiere sentido el juego de miradas que sugiere Louis Hock en Aguas Internacionales, cuya fuente se alimenta del líquido proveniente de lluvias en el norte y el sur de la frontera. Quien bebe en esta fuente puede verse del otro lado, tomando agua de la misma fuente. Sin embargo, en ocasiones nuestras miradas no se reflejan en otros ojos, sino que topan con la fría presencia de la migra.

El Parque Chicano (Chicano Park) se construyó con la lucha de la comunidad mexicana y chicana en San Diego, que quería que esa área fuera un parque recreativo y no una estación de policía, como pretendía el gobierno sandieguino. Era la mitad de la década de los años setenta, y el Movimiento Chicano aún tenía presencia, al igual que el de Derechos Civiles de la población afroestadunidense. La comunidad, apoyada por artistas chicanos (cuya presencia es mínima en esta edición de In Site), tomó el parque e inició la elaboración de murales que dignifican la herencia cultural mexicana y proponen mejores formas de vida para las llamadas minorías étnicas. Anualmente se celebra la gesta del Parque Chicano, que constata el triunfo de la comunidad ahí donde se instaló la obra de The Artists Task Force. Si el mito de fundación nacional señala un lago donde se encontraría un águila sobre un nopal devorando una serpiente, en la obra de The Artists Task Force el lago es una fuente de donde surge una pareja de bronce con un niño, ofreciendo la paz y el corazón. Sacrificio y promesa, seres fronterizos simbolizados en el mundo terrestre y acuático, a quienes se contrapone la imagen descarnada de la muerte.

En este siglo, el carro ha participado ampliamente en la redefinición de la morfología urbana. El carro es medio de transporte, marca de distinción, símbolo de estatus o referente de identificación. Desde los famosos correcaminos de los años veinte y treinta, o los hot roads de las décadas siguientes, hasta los low riders, el carro ha delimitado fantasías y formas de organización juvenil. Dos proyectos utilizan el carro como icono identitario: La ranfla cósmica, ``híbrido entre el automóvil y la televisión'', de Rubén Ortiz, quien recupera la tradición de las carruchas arregladas para exhibiciones, o car shows, donde el low rider pasea sus sueños y el cholo sus fantasías en carros que son murales ambulantes arreglados con amortiguadores hidráulicos, exteriores perfectos e interiores plagados de símbolos que son altares populares. El Ayate Car (Jute car), de Betsabeé Romero, está enclavado en la colonia Libertad. La Líber, una de las colonias más antiguas de Tijuana, creció con el aporte de la población deportada con la crisis económica de finales de los años veinte e inicios de los treinta. Su nombre expresa la tradición de sus fundadores, algunos de los cuales habían participado en la Revolución mexicana, mientras que otros lo hicieron en los primeros movimientos sindicales, solicitando empleo para los mexicanos. Betsabeé colocó su carro a unos cuantos metros de la malla fronteriza, simbolizando el rechazo, el regreso obligado que reterritorializa. Convierte al carro en un espacio sacro, desdeñoso de la combustión interna y de la dimensión clasificatoria y proveedora de estatus. Colocado en la cima del cerro, el Ayate Car parece una epifanía posmoderna (que nulifica las marcas de la modernidad: movilidad, visibilidad, estatus). Como en el ayate del indio de Cuauhtitlán, el carro se encuentra saturado de flores. Evidencia probatoria de la revelación. Las rosas son tatuajes en el auto convertido en ayate, en altar profano enclavado en el límite fronterizo.

Estados Unidos, de la brasileña Rosángela Rennó, muestra que Tijuana es más que una frontera; que en ella habitan múltiples identificaciones de todos los estados del país y, a través de fotografías, presenta las muchas maneras de ser tijuanense sin abandonar los vínculos culturales y afectivos con los sitios de origen.

La pirámide El niño de Jamex y Einar de la Torre, expresa identidades crispadas, atrincheradas, sangrantes, defensivas, al borde del charrascazo. Son imágenes manidas de identificación, recreadas con marcas ``choteadas'', de refuncionamiento, como los materiales de tapicería con los que se arreglan los asientos raídos, botes comprimidos y botellas rotas. La pirámide es sitio de sacrificio, pero también es volcán: una realidad a punto de explotar. La frontera es choque, enfrentamiento, sincretismo, dualidad. En lo alto se encuentra un niño divino: sacro y profano, angelical y diabólico, venturoso o calamitoso. Corazón que es bondad y sacrificio. Esta dualidad aleja y seduce; fractura y fortalece. No presenta caminos lineales. Su definición se produce en la lucha cotidiana, en la disputa social por los sentidos y las identificaciones, como en El round nuestro de cada día, del tijuanense Manolo Escutia.

El arte público incide en la percepción y significación de los espacios colectivos, condición que requiere de una mayor vinculación con los actores cotidianos que los habitan y sus códigos culturales. Propuestas como la de In Site invitan a una discusión más amplia sobre la conformación de nuevas cartografías cognitivas y sobre la resemantización de los espacios.