La Jornada Semanal, 9 de noviembre de 1997
¿Y cuándo ya no esté ahí?
Jorge Luis Borges, La casa de Asterión
misantropía, y tal vez de locura.
¿Moriré...? ¿Cómo podría desaparecer la más sutil y, tal vez, la más acomodaticia de las criaturas del Señor? ¿Un ángel? -perdonen la inmodestia- que, para sobrevivir, necesita devorar las vísceras y las gargantas de millones de adversarios y enemigos (que son, por cierto, los más insípidos)? ¿Un gigante, en fin -yo mismo-, capaz de habitar esta Casa, la más solitaria y triste morada del mundo? ¿Piensan acaso que soy un prisionero en espera de un verdugo, un monarca que se arranca las pezuñas esperando la daga -o el hacha, o el olvido- que habrá de hendirse en su cuello? ¿No se dan cuenta de que permanezco aquí porque me sé inmortal? ¿Quién tendría la fuerza para sepultar mis quince cabezas -¿o ya son dieciséis?-, las quinientas toneladas de mis huesos, cartílagos, tendones, la inmensa catedral de mi esqueleto? ¿Y quién podría limpiar los cientos de litros de sangre con los cuales he animado mis vísceras desde el principio de los tiempos, de mis tiempos?
¿La verdad? ¿De veras piensa, querido doctor, que, por vez primera, puede decirme la verdad? ¿Pretende que acepte el insano diagnóstico que me condena a no más de tres años de inútiles remordimientos? ¿Piensa que le he permitido vivir a mis expensas (y graduarse en Harvard) para que me desahucie? ¿No ve que lo único que le pido -le exijo- es un remedio, un maldito remedio?
¿Y no entienden ustedes, queridos súbditos, que quiero seguir vivo, que necesito vivir, que he ordenado que me hagan vivir...? ¿Imaginan cuál sería su destino si no estuviese yo para proteger esta Casa? ¿Contemplan siquiera el desorden y las batallas que le seguirían a mis exequias...? ¿Me oyen? ¿Adónde se han ido todos, mis neurólogos, mis palafreneros, mis apicultores? ¿Creen que me importa vuestra traición? ¿Que alguien como yo -la más vieja, la más sabia de las bestias- los requiere?
¿Y qué se supone que debo hacer ahora? ¿Quedarme despierto, en tanto los demás duermen, para ver si al despertar aún me encuentran ahí? ¿O, peor aún, dedicarme, mientras agonizo, a repasar setenta años de fiestas patrias e informes de gobierno (hay quien los llama Historia)? ¿Es que alguien, en su sano juicio, puede creer que un monarca, antes de fallecer, tiene la voluntad de revisar el pasado, de ver en unos segundos, concentrada -horror de horrores-, la película de su propia existencia?
¿No les parece ridículo pedir que redacte mi testamento -ese absurdo texto que ustedes nombran ley-, como si fuera posible entregar mi corazón, mis entrañas y mis cuernos a quienes serán incapaces de volver a unirlos? ¿Resulta tan difícil comprender que, cuando uno está muriendo, lo único que desea es venganza? ¿Que, muy a su pesar, presidiré este pantano hasta los últimos minutos, hasta las últimas consecuencias? ¿Que los hombres de verdad -los hombres con H mayúscula, como me dijeron alguna vez-, no tratan de enmendarse sino, a la postre, de vencer? ¿Morir? ¿Morir yo? ¿Maravillarlos con mi descomposición y con mi abismo? ¿Ser un crucificado más, un mártir, un salvador? ¿Transitar, voluntariamente, hacia mi sepultura? ¿Abandonar, pues, mi Casa?
Primero muerto que morir, compatriotas. Primero muerto, honorable Congreso de la Unión. Primero muerto.