Hermann Bellinghausen
El río, nada más

Así que esta era su América, donde la trajeron destinos tan trágicos que para qué pensar, ahora, en ellos. No que hubiera venido para liberarse. ¿Qué más liberación podía ella tener? Porque sabía que existía en algún sitio, buscaba un centro dentro de ella misma que le permitiera sentir otra vez respeto por el género humano.

Sus seres adorables los había perdido a manos de una humanidad envenenada, aplastante e innecesariamente cruel. Acodada en el barandal del Yolanda, se arrullaba los ojos sobre el río Cocos, no pensando.

Los meses en Nueva York, su primera escala americana, fueron un caleidoscopio estallado en la cabeza de alguien completamente loco. Eso necesitaba, reventar en sótanos que no le recordaran los de su envejecida Europa. Que fueran inverosímiles, sobreactuados; que al salir de madrugada no encontrara las ruinas de un bombardeo sino carros de limpia y la insulsa ruina de su maquillaje gótico.

Pronto aprendió Sorvina que en América el odio se trivializa, es volátil, no hereditario, y las venganzas se diluyen en la industria del entretenimiento y una ilegalidad a la que no escapa nadie.

¿Dónde quedó su juventud? Qué más daba. Conservó la individualidad intacta donde nadie la retuvo. Estaban todos demasiado ocupados en matar y morir para reparar en su persona.

Se concedía una importancia limitada. ¿Sería momento de escribir historias, las suyas y las que conocía? No quería rendir testimonios, ya no. Ni nada que le recordara los días neutros de traductora emigrada en Zürich, su primer exilio, el más desesperado. No huiría del serbio para caer en lenguas donde las palabras tienen la obligación de ser útiles. Sus padres, rápidamente difuntos, le habían enseñado una lengua muerta, uncida a la referencia de los pobres tíos Bloch, perdidos en Büchenwald antes de que ella naciera.

En México encontró que la gente le recordaba el temperamento de su país en los años más alegres, y el idioma español le resultó fácil, natural, interminable. Su aspecto de gitana, o italiana, el porte largo, la piel oscura y sus ojos meridionales la hacían normal en América.

A sus amigos del Bronx nunca les importó que no fuera negra. En Colombia la llegaron a creer propiamente propia y todos querían casarse con ella.

¿Escribiría? Novelas en la cabeza, ¿para qué más? Sus historias verdaderas merecía olvidarlas, ¿y qué inventar que su experiencia no excediera?

En aquella travesía por el río Cocos, siguiendo su costumbre, socializaba a un grado cero. Había un gringo pendiente de ella, buscándole la sonrisa de alguna aquiescencia, con ese derecho que da a un extranjero reconocer a otro extranjero en un país tropical e inferior.

Pelirrojo, colorado, cubierto de pecas y vestido de beige como dandy de danzonera, zumbó en su impracticable inglés:

--Time 'ts been twisted --bajo un panamá de película de época, que le caía caprichosamente sobre el hemisferio derecho y le abría la sien. Un tipo de esos expansivos que si callan sienten que les salen ronchas y odian las ronchas.

--Perdón --dijo ella--, ¿decía usted algo? Su acento era neutro, radiofónico, falto de pronunciación, verosímil dondequiera.

El gringo creyó roto el hielo y rectificó su presentación:

--Brian --extendió la mano.

Sorvina retuvo las manos bajo su chal y no alzó del río la vista.

--¿Puedo? --señaló la banca Brian.

Sorvina dio escasas muestras de atención y susurró: ``Si puede, pueda''. El gringo vio que no podía. No obstante, dijo:

--El tiempo es torcido, milady. Este país se suponía liberado. ¿Recuerda? Ahora los negocios volvieron a la normalidad, nos pagan a cambio de su democracia.

Tosió en un fracaso de hilaridad, y el amargo orgullo de creerse listo. No pretendía ser agradable.

A Sorvina le pareció de vulgaridad sin encanto y una falta de inocencia idéntica a la estupidez que ella conocía.

No celebraría allí las torceduras del tiempo. Repitió mentalmente una cantilena infantil: ``Yo quiero ser/ amiga de los pescadores''. Fortalecida, contempló burlona al americano feo, armado de recetas y educado para mandar. Este optó por expresar un advertencia:

--Gente como yo, sigue el torcido del tiempo. People like you, don't. Ustedes tienen razón, pero de nada sirve. ¿No fue la sinrazón la que destruyó Dubrovnik?

¿Y él qué sabía de Dubrovnik? En vez de asustarse, o admirarse del diablo, Sorvina sonrió como lo haría una triste he-roína al oír el nombre de su tierra en boca de un loro de mar.

--¿Sería tan amable de dejarme en paz? Quiero mirar el río, verlo pasar nada más. Would you mind?

En algún radio sonaban una marimba y las alegres notas de El marañón.

Ni tan triste esta América, donde es imaginable mandar al diablo al mismísimo demonio. El americano habrá entendido. Ella, la amiga de los pescadores, soñaba con tener las redes, afincar el timón y romper de frente las mareas.

Y de momento nada de recuerdos, tentaciones ni intenciones, y ningún idioma del mundo. Sólo el río