Cánovas del Castillo escribió que gobernar es concertar hasta donde humanamente es hacedero, voluntades y hechos diferentes, con el propósito de que toda fuerza moral y física coincida para la realización de fines útiles y justos que los hombres anhelan.
Vivimos tiempos inéditos por muchas razones: por los cambios que como sociedad hemos experimentado en el espacio de la demografía y de la educación; por el frenético avance de los comunicaciones que nos vinculan y en mucho nos confrontan con otras cosmovisiones; por el natural agotamiento de instituciones que resultaron por muchos años útiles pero que han dejado de serlo.
Cambios en la política, impulsados por el surgimiento de nuevos actores, por la intensa competencia electoral, por la politización de los mexicanos, por la recomposición de los equilibrios.
Cambios en la economía, ahora regida por nuevas reglas que si bien nos impactan tremendamente sólo marginalmente podemos incidir en su definición.
Cambios en la geopolítica, donde el derrumbe del orden bipolar ha desencadenado procesos frente a los cuales tenemos más incógnitas que respuestas.
Es el cambio la característica frente a la cual es evidente que carecemos de los instrumentos que nos permitan comprenderlo, asimilarlo, y obtener ventajas de él.
Son tantas las cosas que se están moviendo, tantos quienes participan en la toma de decisiones, tantas las percepciones acerca de lo que sucede, que corremos el riesgo de que el cambio derive en anarquía y sus eventuales ventajas sean opacadas por la incertidumbre.
El método para avanzar en medio de la irrefrenable irrupción del cambio, está en hacer del diálogo la institución privilegiada para que quienes tengan que decir, lo digan; para que las diversas percepciones de la realidad, enriquezcan el debate; para que la pluralidad sea factor de avance y no de parálisis.
Si se privilegia el diálogo, se estarán sentando las bases de la tan ansiada cultura política que reconozca a la pluralidad como algo normal, como el mejor producto de la política y no como su fatal consecuencia. De igual manera, el hecho de dialogar permitiría superar los enfoques parciales, por los generales; afrontar la realidad, por sobre lo idealizado; privilegiar la construcción del futuro, por sobre las revanchas del pasado; colocar la grandeza de miras, por sobre las pequeñas ambiciones y venganzas.
Dialogar es una forma de convivir (de compartir la vida pública y privada), acaso de las más racionales. Es, también, compartir nuestros argumentos, pero, sobre todo, los del ``otro'', a quien al escucharle se le reconoce como tal. Montaigne escribió que ``La palabra es mitad de quien la habla y mitad de quien la escucha'', acaso sea ese momento del diálogo el acto fundacional de la democracia.
En nuestra transición, todos los esfuerzos bien intencionados tienen cabida. En la discusión a favor del país todas las voces deben escucharse. Por eso Voltaire, el hombre de letras que quizá inauguró la figura del intelectual, sostuvo: ``no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo''. El diálogo, por tanto, no es una opción, sino un requisito de operatividad, de existencia incluso para la democracia.
El silencio es la antesala de la ruptura, de la violencia que no deja de recordarnos su presencia en los espacios donde se agotan cauces o se interrumpe el diálogo, como con el deplorable atentado a la comitiva de los obispos Ruiz y Vera el martes pasado. En cambio, muestra la madurez de los actores y evidencia de una nueva cultura política, el encuentro del miércoles pasado resultó doblemente alentador: por lo que fue y por lo que prometió.
Por lo que fue: el reinicio o continuación de un diálogo franco, como señaló el propio presidente Zedillo en su misiva a Calderón Hinojosa, que atenúa un ambiente enrarecido por la desconfianza y la sospecha. Por lo que prometió: la multiplicación de los interlocutores y el redimensionamiento de los actores, instituciones y poderes que venían atrofiando el proceso democrático.
En lo inmediato, los resultados son hechos visibles: el encuentro mismo evidenció que en la lógica de suma cero no sólo nadie gana, sino que la democracia pierde; que jugar a las vencidas es forcejear contra la voluntad general y que la cerrazón y el silencio en política también contienen mensajes, por lo que no hay comunicación más clara que aquélla que emplea palabras y acciones explícitas.
Gobernar es concertar y el diálogo es el método insustituible para lograr ambos fines. El que hayamos sido testigos de cómo el diálogo empezó a abrirse paso es sin duda el mejor de los augurios. Nadie dijo que será el único, ni que pretenda suplir otros, sino que demuestra que el camino es posible y que las voluntades están más que dispuestas a recorrerlo. Bienvenido el diálogo que no es otra cosa que el preludio de muchos diálogos más para que toda fuerza moral y física coincidan en el mayor de nuestros anhelos: México.
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