Rodrigo Morales M.
Encuentros y desencuentros

Los encuentros que sostuvieron el presidente Zedillo y Felipe Calderón, a instancias del este último, y la comida de Cárdenas con el mandatario, de manera casi uniforme se han considerado como el reinicio del diálogo. El fraseo no deja de ser ilustrativo: el encuentro entre figuras públicas se lee como un espacio que destraba cierta parálisis política, y la cotidianidad legislativa --espacio en que concurren los principales partidos-- se vive justamente como la expresión de la parálisis. El congreso ha sido improductivo. En efecto, mucho han hecho nuestros legisladores para dar la sensación de que el congreso dista mucho de ser un espacio donde la política fluya, y sí en cambio tribuna para saldar viejas facturas. La dimensión constructiva de la política no ha aparecido. El desarreglo ha residido justo en el espacio consagrado para el arreglo.

El espacio recién abierto por Calderón y Zedillo no suple lo que el congreso deberá hacer, pero en momentos de entrampamiento sí es una alternativa para empezar a trazar algún derrotero en lo que se ha llamado la reforma política del Estado. Me parece que es posible distinguir los espacios y competencias de cada uno de los espacios de negociación; por un lado es sano que exista comunicación entre los dirigentes nacionales de los partidos por cuanto se pueden ventilar de otra manera los temas nacionales, y por el otro, la agenda que deberá desahogar el Legislativo siendo irreductible, ahora deberá tomar en cuenta los avances (o retrocesos) que se obtengan en el ámbito de las dirigencias partidistas. La existencia de un espacio de diálogo en otro nivel, no se contrapone al que se da en el congreso y, por supuesto, no suple el necesario diálogo entre poderes, pero acaso da elementos para acotarlo.

En ese sentido es oportuna la sensación de reinicio de diálogo por cuanto la llegada de la pluralidad estaba siendo identificada con ineficiencia política. Para darle traducciones prácticas al diálogo hay que vencer varios escollos. Entre los más obvios está el protagonismo; si la iniciativa empieza a ser vista como unilateral, es evidente que no habrá cumplido con su cometido de abrir formatos incluyentes. Pero los obstáculos más serios son aquéllos que tienen que ver con la superación de una dinámica perversa de negociación entre actores políticos. Algunos de sus rasgos han sido la reversibilidad de los acuerdos, el cálculo excesivamente cortoplacista y la discontinuidad.

Tenemos actores más acostumbrados a la negociación contra reloj, al debate cuyo telón de fondo son los eventos de los próximos meses, y a levantarse con una pasmosa facilidad de las mesas de negociación. Lo que toca para darle claridad de rumbo a la reforma del Estado es precisamente operar en sentido inverso, esto es, estar en disposición de suscribir compromisos de largo aliento, no perderse en formatos de negociación caso por caso, y valorar en sus justos términos los espacios de diálogo que se van construyendo.

Dicho de otra manera: es necesario que nuestros actores dispongan de una visión de Estado que pueda vacunarse contra las contingencias y puedan navegar hacia espacios de entendimiento y solución de controversias que estén por encima de los intereses inmediatos. Perpetuar el corto plazo quiere decir continuar con la dinámica de encuentros y desencuentros. El problema es que los encuentros son cada vez menos productivos y los desencuentros cada día más desestabilizadores. La palabra la tienen el Ejecutivo, los partidos y el Legislativo. Ojalá juntos creen posibilidades de encuentro y no sigan embelesados en darle brillantez a la confrontación.