Las semanas próximas serán de definiciones importantes. Detrás de la discusión y aprobación, en la Cámara de Diputados, de la Ley de Ingresos y del Presupuesto de Egresos, hay algo más esencial: la determinación de los límites de la democracia, el valor del voto ciudadano, la correlación de los poderes Ejecutivo y Legislativo, el lugar mismo de la política. La discusión de esos instrumentos de política económica no son, aunque así se pretenda, asuntos técnicos; son cuestiones sustancialmente políticas y sociales relacionadas con la vida de las y los mexicanos.
En las circunstancias actuales, tras los cambios producidos en las elecciones del 6 de julio y la renuencia del Ejecutivo y los empresarios para admitir sus consecuencias, los diputados de los partidos de oposición, y sus direcciones, enfrentan un reto de significación histórica. Van a probar si efectivamente representan con dignidad las grandes corrientes del cambio existentes en la sociedad y si, además, cuentan con la determinación necesaria para rechazar las terribles presiones ejercidas sobre ellos para obligarlos a aprobar las iniciativas gubernamentales sin modificaciones importantes. O si, por el contrario, aceptan aunque con retobos para la foto y el video, el pensamiento único, la política única y admiten que por encima de la voluntad popular están los dictados de la macroeconomía, determinadas por los intereses del capital y el FMI.
Para presionar a la oposición política y social, el sistema creó un fantasma: el fantasma del populismo. Todas las fuerzas del sistema --parafraseo a los siempre presentes Marx y Engels-- se han unido en santa alianza para combatirlo: el Presidente de la República, los corredores de bolsa nacionales, las firmas extranjeras que defienden sus inversiones, las cúpulas empresariales, el señor Bours, algunos ex radicales de izquierda hoy convertidos en apologistas indirectos del neoliberalismo. De populistas acusa el sistema, para descalificarlos, a quienes se atreven a poner en duda las bondades de la estrategia económica actual y no admiten los nuevos dogmas.
Cuando condenan al populismo, el Presidente de la República o sus publicistas seguramente no se refieren a las políticas de los gobierno anteriores al de Miguel de la Madrid. De ser así, en las comparaciones con esos gobierno saldrían muy mal parados los tecnócratas de hoy. El columnista Carlos Ramírez certeramente recuerda algunas cifras ilustrativas, de fuentes insospechables. De ellas se concluye que en promedio el crecimiento económico fue mayor, por ejemplo, en los sexenios de Echeverría y López Portillo que en los de De la Madrid, Salinas y el actual. La inflación fue menor y los salarios sufrieron menos deterioro; el reparto del ingreso no fue tan injusto en aquellos años como en la actualidad, y el peso sufrió menor devaluación. El desempleo fue inferior en aquellos años y en términos generales la situación fue mejor para la mayoría de los trabajadores y sus familias.
En lo sexenios anteriores al de Miguel de la Madrid, debe subrayarse, no había otro sistema que el capitalista, privado o de Estado, pero capitalista; y por supuesto relaciones de mercado. Pero el Estado, como lo previene la Constitución de la República y ocurre en numerosos países, intervenía en la regulación y control de mercancías y capitales para favorecer el bienestar de las mayorías y eso no redujo, ni mucho menos, la acumulación y concentración de capitales, en decenios anteriores se crearon algunas de las grandes fortunas, lo que hoy ocultan hipócritamente muchos empresarios.
Pero el ``populismo'' que combaten hoy los hombres del bloque en el poder y sus teóricos es algo muy simple pero indicador de los intereses y dogmas que defienden. Cualquier exigencia de bienestar, aumento de salarios, reducción de impuestos por mínima que sea, aumentos sustantivos en gastos sociales, en suma avances a la justicia social si estos alteran, así sea mínimamente las cifras macroeconómicas oficiales y molestan al capital financiero especulativo es condenada como populista. Y se demonizan aun si no afectan sensiblemente esas cifras, pues más allá del presupuesto, Zedillo y sus hombres quieren doblegar a la oposición e imponer un criterio formulado de manera clara por el presidente del Bundesbank: ``los políticos deben acostumbrarse a someterse a las decisiones de los mercados'', cuya mano no es nada invisible pues es la de empresarios e inversionistas concretos con nombre y apellido.