La Jornada 16 de noviembre de 1997

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La mudanza de San Judas

Anoche cuando me desperté oí a Teresa dando vueltas en su cuarto. Tuve ganas de levantarme y preguntarle qué le sucedía, pero no lo hice porque comprendí que no iba a conseguir nada. Siempre que trato de acercarme a mi prima me rechaza, me asegura que está perfectamente bien y acaba pidiéndome que la deje sola.

Mi marido opina que esta actitud de Teresa prueba que se está volviendo loca. Le contesto que, de ser cierto lo que dice, no tendría nada de raro después de todo lo que le sucedió a la pobrecita: por causa de las inundaciones, en una sola noche perdió a Guillermo, su marido; a Fermín, su hijo, y por si fuera poco también su casa.

Nos costó mucho trabajo convencer a Teresa de que se viniera a vivir con nosotros. De esto hace cinco semanas y hasta el momento ella no ha mencionado para nada a Guillermo ni a Fermín. Eran su adoración. Sé bien que Tere sufre mucho a causa de su muerte y también comprendo que si no los llora es por miedo de causarles más daño del que les hizo el agua.

II

Pobre Teresa: nunca ha podido expresar sus sentimientos. Desde niña fue así. Sólo una vez hablamos del asunto y aunque no me lo dijo claramente, comprendo que su incapacidad es consecuencia de la educación que le dio mi tío Daniel; enviudó cuando Teresa acababa de cumplir siete años; quiso hacerla responsable, fuerte y para conseguirlo le dijo, entre otras cosas, que cada vez que una persona les llora a sus difuntos les provoca un dolor idéntico al que sintieron a la hora de morir.

Cuando Teresa me contó cómo había hecho para no llorar la ausencia de su madre me solté chillando nada más de imaginármela solita en su cama, en medio de la oscuridad, con los puños apretados y un pañuelo metido en la boca para que las lágrimas se le quedaran adentro. Pienso que en todo ese llanto estancado siguen ahogándose los sentimientos de Teresa.

Lo que yo daría porque mi prima gritara o maldijera. A veces la provoco hablándole de su marido y de su hijo, diciéndole que hasta yo los extraño, pero ella no me responde. Sé que tiene miedo de abrir la boca y de que junto con las palabras salgan sus lágrimas.

A nuestras amistades la serenidad de mi prima les encanta, la interpretan como un rasgo de discreción, de buen gusto, de elegancia, y hasta de cortesía: ``Compréndela: no se queja para no mortificarte'', me dicen cuando lamento la actitud de Teresa. No estoy de acuerdo con esa forma de ver las cosas; es más, aborrezco el comportamiento de mi prima porque sé que bajo tanta serenidad corre un dolor inmenso que la esta carcomiendo y, Dios no lo quiera, hasta creo que pueda llegar a destruirla por completo.

III

Siempre que veo a mi prima recuerdo el San Judas de bulto que teníamos en la casa. Primero fue de mi bisabuela y después de mi abuela. Ella nos tenía estrictamente prohibido acercarnos a la imagen y más aún quitarla de la repisa donde la colocaron muchos años antes de que yo naciera.

Inmovilizada por la enfermedad, mamá grande dedicó los últimos meses de su vida a rezar y a proteger al San Judas Tadeo que, en opinión de muchos, debía estar repleto de monedas. Nosotros, desde luego, combatimos semejantes rumores.

Once días después de que mamá grande murió tuvimos que sobreponernos al dolor de la pérdida a fin de cumplir su última voluntad: llevarles a las madres oblatas todas sus pertenencias. No eran muchas pero estaban perfectamente registradas en un cuaderno que conservo. Allí encuentra uno toda clase de letras porque mi abuela les pedía a todos sus visitantes, conforme iban llegando, que la ayudáramos a levantar su inventario. En la última página me hizo escribir una cláusula según la cual San Judas debía quedar para siempre bajo nuestro cuidado y en su mismo sitio ``para que no fuera a resentirse''.

Después de varios viajes al convento de las oblatas, el cuarto de la abuela quedó desnudo. La sensación de vacío se acentuaba debido a las marcas dejadas por retratos, calendarios, espejos, cromos que durante años habían permanecido en el mismo sitio. En las duelas se hicieron visibles las cicatrices que se habían ido formando bajo las patas de los muebles siempre estacionados en un mismo lugar.

Sin manifestarlo, todos evitábamos pasar frente a la habitación de la abuela. Mucho tiempo después supe que no sólo a mí, sino a todos los que entonces éramos niños, nos producía el mismo terror ver la imagen de San Judas flotando entre aquel montón de marcas fantasmales dibujadas por el tiempo en las paredes y el piso.

Mi madre debió sentir la misma incomodidad. Un domingo, después de comer, le preguntó a mi papá si no le parecía que era el momento de buscarle un mejor alojamiento a San Judas: ``¿Que te parece si lo cambiamos a la sala?'' Mi padre puso el grito en el cielo, entre otras cosas porque la mudanza de la imagen mutilaría la colección de fotos taurinas que adornaban todas las paredes y, desde luego, eran motivo de su orgullo y su única compensación por no haber sido torero.

A pesar de que el razonamiento de mi padre era acertado, mi mamá solo se dio por vencida a medias: ``De acuerdo, no lo pondré en la sala, pero de todas formas voy a sacarlo de ese cuarto. Lo guardaré en una caja y después, cuando le encuentre un lugar adecuado, lo sacaré otra vez''.

IV

En la mudanza de San Judas, que por cierto fue mucho más complicada de lo que imaginábamos, participamos todos. A unos les tocó ver cuál de nuestros vecinos podría facilitarnos una escalera, otros fuimos a la tienda en busca de una caja de cartón digna de alojar, aunque fuese temporalmente, a la imagen; mi papá revolvió el cajón de herramientas hasta que dio con el desatornillador adecuado para retirar la repisa de la pared. Entre divertidos y excitados olvidamos las recomendaciones de la abuela. Cuando todo estaba listo mi padre se ofreció a bajar la imagen. Mi mamá se opuso: ``Tu eres muy tosco y la puedes romper. Deja que yo lo haga, nada más sostenme la escalera''.

Recuerdo que guardamos silencio mientras mi madre subía los peldaños. Cuando llegó al último y estuvo frente a la imagen se volvió para mirarnos con la expresión de quien acaba de lograr una proeza; luego se persignó y tomó el San Judas. Lo sostuvo en el aire apenas unos segundos y después, entre gritos, lo dejó caer. Sorprendidos rodeamos a la imagen como si se tratara de un accidentado; pero nadie se atrevió a tocarla cuando vimos salir, entre sus mutilaciones y resquebrajaduras, nudos de gusanos blancos y repugnantes.

Soñé con la escena mucho tiempo después de que el padre Vargas nos permitió sepultar los fragmentos de San Judas en la fosa donde están los restos de mi abuela; vuelvo a recordarla cuando advierto los esfuerzos de Teresa por contener el llanto.