Supongamos por un momento que la reforma política profunda en México es posible. Que los contendientes han llegado a un acuerdo implícito. Que el gobierno está decidido a desencadenar el cambio y los opositores están dispuestos a apoyarlo, al menos durante la época necesaria para que se consolide. Que nadie desea la ruptura y que todos exhiben interesantes afinidades. Los conservadores reconocen (al menos retóricamente) la necesidad de cambios sociales y políticos. La izquierda ha moderado sus demandas. Nadie pretende en serio que en México se implante un régimen de capitalismo de Estado. Que existe, por lo tanto, una unidad ideológica básica que haría posible la alternancia y, por ende, la democracia de voto.
Pero México no es una isla. Está inserto en un sistema internacional. Este podría ser adverso a cualquier cambio que pudiera producirse en el país. Existe una red de relaciones con Estados Unidos y con otras potencias, y un proceso dinámico al que se llama ``globalización'' y que parece diseñado para aumentar las ventajas de los intereses dominantes. En ese contexto un cambio democrático podría romper esta tendencia y sería de esperarse que las potencias y los grupos de interés, beneficiarios, podrían oponerse a él y bloquearlo.
Pero esta visión pesimista no está sólidamente sustentada. Como dice Aldo Ferrer (antiguo ministro argentino de Economía), la visión fundamentalista que llamamos neoliberalismo no ha producido buenos resultados económicos. Ha tenido éxito en abatir la inflación, pero a costa de erosionar la dinámica del desarrollo y de acentuar las desigualdades distributivas, de ahondar la brecha entre países industriales y países periféricos. Esta situación, que en un principio favoreció (y mucho) a los primeros, terminará a la postre en destructiva para todos. Los países pobres podrán adquirir cada vez menos las manufacturas de las metrópolis, hacer cada vez menos intercambios sanos, e incluso dejarán de pagar las enormes deudas externas. Además, la misma política en los Estados dominantes está causando crecientes daños sociales internos. De seguir el deterioro no habría forma de escapar de esta dinámica; es hora de cambiar el paradigma y ya se empieza en Europa y en Estados Unidos.
Si no se producen cambios que beneficien a las mayorías, la gobernabilidad del país empezará a reducirse. Los opositores ``civilizados'' serán sustituidos por caudillos que encabecen una inconformidad cada vez mayor y con tendencias cada vez más violentas. La única solución es moderar las diferencias entre clases y castas, abriéndonos a un nuevo programa de desarrollo. Esto será imposible sin hacer un gran reajuste en nuestras relaciones externas. Pero como paso previo tendríamos que modificar nuestra estructura política: la democracia representativa es un camino evolutivo, progresivo, gradual que reducirá las tensiones sociales, las encauzará y permitirá que nuestro país pueda ser gobernado más eficientemente.
Muchos pensarán que es imposible que Estados Unidos y los demás países renuncien voluntariamente a sus privilegios. Quizá. Sin embargo, no queda duda de que se está presentando un cambio en la política norteamericana respecto del ``sistema'' mexicano.
El gobierno de Estados Unidos nunca había sido aliado sincero de nuestra democracia y sí lo fue del autoritarismo. Los presidentes conservadores Ronald Reagan y George Bush aceptaron la tesis (un tanto esquizofrénica) de que habría que impulsar una rápida modernización económica, pero que habría que mantener bajo límites la liberalización política de modo tal que bajo ningún caso pudieran llegar al poder los enemigos de las tesis neoliberales. El resultado fueron los desastres de 1988 y 1994.
El gobierno del señor Clinton parece inclinarse por una rectificación. No sólo no se ha opuesto al proceso de transición, sino parece alentarlo. El presidente Clinton estuvo aquí significativamente un poco antes de las elecciones y ha elogiado el buen resultado y la recomposición de los poderes. Las agencias gubernamentales y los periódicos de los norteamericanos están presionando a los más duros del sistema con la información con que cuentan para desalentarlos en sus propósitos de impedir los cambios. La Unión Europea ha manifestado reiteradamente que confía en la democratización y que, de no completarse ésta, México no podrá aspirar a tener las ventajas de la relación con los países europeos ricos. Muchos en Estados Unidos saben que la reaparición de un nacionalismo no xenofóbico podría ser sano. Es evidente cierta desmovilización de las presiones norteamericanas en materia de narcotráfico e inmigración, que llegaron a ser brutales en los sexenios anteriores y a principios de éste.
Resulta evidente que la democracia por sí misma y sus mecanismos no son suficientes para asegurar la estabilidad y gobernabilidad de nuestros países. Será indispensable, además, que la democracia conduzca --como afirma David Ibarra-- a la ``reconstrucción de las garantías sociales'' en la escala interna y regional, y también será necesario salir de la depresión en que nos sumergió la claudicación de los gobiernos mexicanos a partir de 1985 y ``reconstruir (también) nuestros márgenes de maniobra de las políticas socioeconómicas'' irresponsable, inicuamente desaprovechadas.