La Jornada Semanal, 16 de noviembre de 1997



Federico Campbell



No dejará de ser un sueño la transición mientras no salgamos de ella, porque se necesita una mínima perspectiva en el tiempo para percibirla como un hecho... aunque desde ahora asomen algunos indicios. Sólo cuando pudieron verla en retrospectiva, a posteriori, los historiadores reconocieron como transición el paso del feudalismo al capitalismo.

Algo semejante sucede con las muertes intermedias de cualquier individuo que va dejando de ser el que era a cada momento, y a quién importa más la cuenta personal de los años que las fechas emblemáticas de fin de milenio o de régimen. No sabe muy bien cuándo está en transición, hasta que se desvanece el niño que fue o el joven que no volverá.

Henry Kissinger decía que la mejor definición la había oído de Harold Macmillan. Cuando Adán y Eva son expulsados del paraíso, el único comentario que se le ocurre al hombre es el siguiente: ``I think we are in an age of transition now.'' (``Creo que ahora estamos en en una época de transición.'')

Una leyenda nórdica, por otra parte, quiere ver en el transcurso de la madrugada al amanecer la ``hora del lobo''. Es un instante de incandescencia, una luz que no ciega a nadie y que estiman como una dádiva providencial los fotógrafos. La hora del lobo -anota Ingmar Bergman en su guión de 1996- es el momento en que nace la mayoría de los niños y fallece la mayor parte de los moribundos. Aparte del sustento neurofisiológico que parece tener la ancestral creencia noruega, por aquello de los sutiles cambios que a esa hora marca el reloj biológico de cada quien -ayudándolo a bajar el telón o a abrir la puerta de la curiosidad-, no es extravagante referirla al final de un siglo o una época que se demora en el umbral y acaso permite entrever, cuando mucho, ciertas figuras borrosas.

Ya no será la misma película. Los alebrijes de palacio, más escaldados que nunca, tendrán más dificultades para imponer sus deseos o hacer negocios con sus amigos. A la mejor todavía en 2008 las decisiones que se tomen desde arriba seguirán siendo tan verticales como fulminantes y no mucho menos autoritarias, pero habrán de ser más informadas. Tal vez para entonces ya esté funcionando como debe ser un auténtico poder tripartita, sin privilegios de autos y boletos de avión en la cámara de diputados, sin las locuras del barril sin fondo que en el pasado era su cuenta de gastos para los congresistas sobornados. Es previsible que en esos años el poder judicial ya se haya librado de sus jueces moscas muertas que obraban como tales en el comercio de la justicia, porque ya no habrá, como una década antes, una justicia para los pobres y otra para los ricos. Los casos habrán de juzgarse menos en el ámbito del poder ejecutivo -la policía, los ministerios públicos, los procuradores- y será normal transferirlos al terreno de los jueces. Y es que entonces, tenemos que creerlo, la policía ya no será un poder paralelo incontrolado por sus jefes. El ejército entenderá que el poder que se le otorgaba antes por falta de malicia política ya no tiene razón de ser. El gobierno de los Estados Unidos todavía no sabrá qué hacer con su información sobre los funcionarios y el narcotráfico mexicano que, por lo demás, quién sabe cómo se la estará jugando entonces.

La disolvencia de las generaciones, que se empalman entre sí como en el montaje cinematográfico cuando durante un lapso conviven los viejos que se van y los jóvenes que llegan, es la única que permitirá discernir si se trataba de un sueño o de una transición tangible. Lo cierto es que en la hora del lobo, como escribe Bergman, el sueño conoce su fase más profunda, las pesadillas se antojan más reales. Es la hora en que el insomne se ve atormentado por las mayores congojas y los fantasmas y demonios tienen su máximo poder.