La Jornada Semanal, 16 de noviembre de 1997
Eduardo Vázquez Martín, subdirector de la revista El laberinto urbano, y Fabrizio Mejía Madrid, autor del libro de crónicas Pequeños actos de desobediencia civil, analizan el proyecto cultural del futuro gobierno del DF. En nuestras páginas centrales, la excepcional voz de Carlos Monsiváis participa en el tema con la libertad e ironía de quien ha sabido preservar sus ideas críticas más allá de las preferencias políticas.
EDUARDO VáZQUEZ MARTIN
¿Qué recuerdos despierta el término revolución cultural? ¿La artillería del Ejército Rojo demoliendo el Templo de Cristo Salvador levantado en memoria de la defensa rusa a la invasión napoleónica?, ¿la novela Así se templó el acero de Nikolái Ostrovski?, ¿los intelectuales ridiculizados e insultados por el pueblo en las calles de Pekín?, ¿la política de exterminio masivo de escritores y artistas bajo el régimen de Pol Pot?, ¿Reinaldo Arenas viviendo en las copas de los árboles del parque Lenin en La Habana para ponerse a salvo de la policía cubana?, ¿el ``realismo socialista''?, ¿las pistolas con que Esenin y Maiakovski se quitaron la vida? De alguna manera todas estas circunstancias sucedieron bajo la idea de que era necesario llevar a la ``superestructura'' las transformaciones que habían tenido lugar en la ``infraestructura'' bajo una revolución comunista, pero quienes hicieron un uso propagandístico más efectivo de esta noción fueron la señora de Mao y su marido; gracias al maoísmo lexicalizamos la ecuación que llevó a los chinos a resolver ``las contradicciones en el seno del pueblo'' y ``el problema de los intelectuales'' con la imposición de una sola visión del mundo: la de Mao Tsetung, para quien ``no tener un correcto punto de vista político equivale a no tener alma'' (Cinco tesis filosóficas, por supuesto).
Recientemente fui invitado a conversar con Paco Ignacio Taibo II, quien se presentó como el probable responsable cultural del próximo gobierno capitalino. Ahí me sorprendió escuchar que PIT II se proponía hacer una revolución cultural en la ciudad de México. Si bien es cierto que la utilización de ese término no convierte a Taibo necesariamente en el último heredero del Gran Timonel, y mucho menos en el continuador de su obra, es evidente que a él, militante de izquierda de tres décadas, la idea de una revolución cultural le trae mejores recuerdos que a mí. Si el autor de Días de combate desempolva un término propio de la tradición más autoritaria de la izquierda, uno está obligado a pensar que el aspirante a dirigir la política cultural del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas reivindica aquel pasado, aun cuando sea de una manera puramente enunciativa.
Es importante decir, en descargo de PIT II, que éste no propuso la reeducación política de los artistas e intelectuales, ni tampoco definió la estética oficial del próximo gobierno, ni amenazó con penas carcelarias a los que pensaran de otra manera que la suya. Sin ser inocente, en el uso del término revolución cultural parecía pesar más cierto prestigio voluntarista, el de proponerse la transformación radical del estado actual de las cosas, que su inscripción en la tradición totalitaria del maoísmo. En todo caso, la definición de los contenidos de la revolución que Taibo se propone en la cultura rebajan en mucho su contenido radical; no se trata de otra cosa que de impulsar proyectos cuyas finalidades coinciden en llevar mayor cantidad de servicios y opciones culturales a los sectores sociales que hoy tienen menos acceso no sólo a la cultura, sino a la salud, la educación o el trabajo. Primera conclusión: Taibo llama revolución a lo que normalmente llamamos reforma.
¿Cuáles son las propuestas concretas de PIT II y del PRD para la cultura? ¿Qué caracteriza a la reforma propuesta? Enumeraré algunos puntos contenidos en la propuesta de gobierno de Cárdenas y otras que el escritor de novela policiaca hizo públicas verbalmente: 1) Acabar con las becas para creadores; 2) Terminar con cualquier tipo de apoyo, incluyendo publicidad, para las revistas ``de los intelectuales orgánicos''; 3) Crear un sistema de distribución del libro que permita ponerlo al alcance de los que no pueden gastar las sumas que cuestan comercialmente; 4) Impulsar la creación de más y nuevas casas de cultura, intentando en lo posible que éstas sean administradas por las organizaciones de colonos, vecinos y jóvenes; 5) Revivir el muralismo; 6) Crear una productora de películas y hacer de la muestra internacional de cine un espacio para la exposición de largometrajes de todo el mundo, donde tengan cabida las obras que se producen al margen de los circuitos comerciales; 7) Crear el Palacio del Rock e impulsar una amplia política de promoción de este género musical; 8) Impulsar actividades comunitarias por barrios (cenas colectivas, fiestas públicas, conciertos al aire libre, etcétera).
En lo que se refiere al primer punto no vale la pena abrir en este espacio el debate; cuando Taibo habla de esto se le olvida que el próximo gobierno del DDF no asume la presidencia de la República, y que por lo tanto no estará en sus manos la corrección de las políticas del CNCA o el INBA, que son nacionales. En lo que se refiere a las revistas pasa un poco lo mismo, ya que si bien en estos espacios se anunica ocasionalmente el DDF, ésta no es la única publicidad oficial con que cuentan. Pero lo más alarmante de este párrafo del proyecto de cultura del PRD, y al que Taibo hace referencia con singular énfasis, es el uso del término intelectuales orgánicos para calificar a los que suponemos son los editores de Nexos, Vuelta y otros que él mismo debería definir. Lo alarmante no es que el PRD quiera poner a discusión el papel de esas dos publicaciones durante el régimen de Salinas de Gortari, ni el papel de los intelectuales reunidos alrededor de esos dos espacios en la legitimación del fraude electoral de 1988, ni el apoyo de algunos de éstos a la solución militar en Chiapas, etcétera. Lo que disgusta es que en un documento oficial, el PRD se asuma como el juez que define cuáles intelectuales se han portado correctamente y cuáles no (cuáles tienen alma y cuáles no, diría Mao); lo peligroso es que un partido que aspira al poder del Estado defina desde ya una política hostil contra proyectos editoriales que le son incómodos por las ideas que defienden. ¿Qué han hecho los gobiernos priístas para debilitar a la prensa que les es adversa? Lo mismo que propone PIT II: eliminar la publicidad de sus páginas. Cualquiera que haya participado en una publicación independiente del gobierno sabe que conseguir publicidad es vital para la sobrevivencia del proyecto, y que la falta de un mercado moderno de la publicidad en impresos no comerciales hace que éstos requieran de la publicidad oficial para costear sus gastos, sobre todo cuando nacen o están en proceso de consolidación. Plantear de principio que el gobierno no se anunciará en ninguna publicación es atentar contra el desarrollo de éstas, y es desconocer las dificultades que atraviesa cualquier proyecto editorial el día de hoy. Pero además, ¿piensa Taibo que el papel del próximo gobierno debe ser golpear a las revistas que no le gustan, piensa que la sociedad sería más rica, más sabia, más culta y más plural si, por ejemplo, las publicaciones aludidas desaparecieran y además no se estimulara por vía de la publicidad el nacimiento de otras?
En lo que se refiere a crear sistemas de distribución alternos a los comerciales, la propuesta del PRD es más grave. Cualquiera sabe que en una crisis económica como la que vive nuestro país, una de las ramas más afectadas es la de edición de libros. ¿Mientras caen las ventas y se reduce la producción del libro, cuando las fuentes de trabajo de editores, impresores y libreros son amenazadas por las leyes del mercado, un gobierno de izquierda se propone competir deslealmente? ¿Qué va a ganar la sociedad después del golpe publicitario de vender toneladas de libros a precios irreales? ¿A quién puede interesarle ver a las empresas editoriales quebradas y a las librerías cerradas? No me gusta tampoco la idea de otorgar discrecionalmente las casas de cultura a las organizaciones sociales. ¿Por qué? Porque no pienso que en ningún barrio exista una organización que aglutine a la mayoría de los habitantes y que además tenga la capacidad de impulsar un proyecto cultural incluyente. Por Cárdenas, por el cambio en la ciudad, no votaron esencialmente los militantes organizados en grupos de ningún signo, sino vecinos sin militancia alguna. La política cultural debe ir encaminada a satisfacer las necesidades y expectativas de ellos y no de los grupos políticos cercanos al PRD. ¿Es inclusivo, como se propone el nuevo gobierno capitalino, combatir a las publicaciones que no se consideran afines y, en cambio, ofrecer a la revista La guillotina la casa de la cultura de Santa María la Ribera, como adelantó PIT II en la reunión a la que asistí? En cuanto al sueño peregrino de revivir el muralismo, no me queda más remedio que repetir lo que argumenté en el artículo titulado ``Vámonos a equivocar de otras maneras'' (El laberinto urbano, núm. 19). En primer lugar, recordar que esta corriente artística, que como otras dio a grandes creadores (Orozco y Diego) y a otros no tan grandes, no es ``signo distintivo de la cultura mexicana'', como dice en el documento del PRD titulado Una ciudad para todos, sino que por el contrario, como explica Luis Cardoza y Aragón, ``representa ese mismo estado de cosas acorde con las ideas de un Estado político y del partido que le rige: el Partido Nacional Revolucionario''. En todo caso, lo que ha quedado claro es que no corresponde al gobierno imponer una estética, ni impulsar un género determinado en detrimento de otro. Si lo que se quiere es proponer paredes para su uso artístico, es innecesario llamar a revivir una corriente que se extinguió por el mismo desarrollo (o decadencia) de las artes plásticas mexicanas.
La parte más estimulante del proyecto de Taibo tiene que ver con el cine, especialmente con la propuesta de dirigir los fondos recabados por el impuesto que el DDF cobra sobre el boletaje para la producción de películas. En lo que se refiere al Palacio del Rock, no soy quién para opinar; lo único que me gustaría decir es que me parece sospechoso el acento dado por PIT II a este asunto (junto con el cine, el proyecto más ambicioso). No tengo nada contra este género de música, lo que me incomoda es su compulsiva instrumentalización con fines políticos; pienso que el que Yelstin baile rock en su campaña electoral, que Collor de Melo asista a un concierto de los Stones o el Papa escuche a Bob Dylan, no habla del triunfo del espíritu libertario del rock, sino del uso que hace la clase política de los públicos masivos que el rock convoca.
Taibo insiste en que a través de un gran movimiento de actividades culturales el nuevo gobierno recuperará la ciudad para los ciudadanos, permitirá que éstos gocen la noche, vivan mejor. Estupendo. Lo que pasa es que PIT II habla mucho de actividades colectivas, cenas públicas entre vecinos, etcétera, y yo creo que los hábitos y costumbres urbanos no son obras de los gobiernos sino de las sociedades. Si no me reúno a cenar con todos mis vecinos es porque a ninguno nos interesa hacerlo, porque la cultura de las grandes ciudades no es así. ¿No es más democrático reglamentar de otra manera las licencias para abrir bares, centros nocturnos, cines, fondas populares y restaurantes, pulquerías y teatros, promover actividades nocturnas en plazas y jardines, abrir Chapultepec de noche, facilitar el acceso a todas las secciones de dicho bosque, que dedicarse a promover cenas colectivas? Y aquí tocamos un punto principal: para algunos, entre los que me cuento, el papel del próximo gobierno en la ciudad debería ser destrabar la iniciativa de la sociedad, romper las barreras burocráticas que impiden el florecimieno de la cultura urbana, y no, como parece pensar Taibo, imponer un proyecto a imagen de los sueños revolucionarios de cierta izquierda; esimular la renovación y transformación de la ciudad de acuerdo con los gustos y las necesidades de la comunidad que somos, más que impulsar una revolución cultural que nos haga ser lo que no somos, a imagen y semejanza de un sueño que no todos compartimos. Al fin y al cabo los que hicimos el camino el 6 de julio somos nosotros y no el hombre nuevo que concibió al Che, el guerrillero que Taibo imagina -en un más allá nada materialista- vigilando nuestros desatinos. Al fin y al cabo, de ser confirmado PIT II en el próximo gobierno, también será un funcionario público de un gobierno elegido democráticamente y no de otro imaginario surgido de una Revolución socialista.
Descarto la pertinencia del discurso que está implícito en la propuesta del PRD para la cultura, del espíritu ideológico que alimenta a Taibo cuando lo expone y complementa, porque creo que no hay la mínima necesidad de reivindicar la intolerancia en nombre de la justicia. Creo también que la urgencia de cambio que respira la sociedad mexicana y las sociedades de casi todas las naciones del mundo implica no únicamente superar la imposición de los valores globalizados de la competencia salvaje, del poder de los más fuertes y los menos escrupulosos; supone también enfrentar críticamente las experiencias trágicas que en nombre de los intereses populares vivieron y viven muchos pueblos como el nuestro, de mantener despierta la memoria, de no olvidar el contenido histórico de los conceptos y no transigir tampoco frente al hechizo emancipador de los que ven en la palabra Revolución una forma de revancha que encauza los ánimos hacia una confrontación donde los opuestos no escuchan más que las razones propias y consideran la tolerancia como una concesión inútil a los enemigos políticos. Hagamos cuentas: ninguna comunidad ha salido fortalecida por pensar en estos términos.
FABRIZIO MEJIA MADRID
Una de las peores cosas que le ha sucedido a la política cultural en México es que con frecuencia deriva en disputa moral. De un lado, la derecha cree que la cultura es un manual de modales envuelto en formas decentes y, del otro, el PRD -al que no me atrevería a llamar ``izquierda''- sugiere que es algo estrechamente relacionado con la ``identidad''. (El PRI queda excluido de la lista por estar más ocupado recopilando pruebas periciales de su propia muerte). Tras más de medio siglo de gobiernos antiintelectuales -la cultura desdeñada que se confunde con desayunos escolares, o con una actitud reverencial frente a todo espectáculo al que asista la esposa del Señor Gobernador-, la idea que de la cultura nos ofrecen las oposiciones es que ``sirve'' para algo que siempre es más noble que ella misma: Las Buenas Costumbres, Los Valores Democráticos o El Nacionalismo. Este desdén por la inutilidad de la cultura cuando no tiene una intencionalidad redentora -los casos del PAN en Aguascalientes y Guanajuato son coleccionables, no sólo por las censuras de la ``obscenidad'', sino sobre todo, por aquella idea de sustituir al ``elitista'' Festival Cervantino por una ronda de jaripeos y montas de toros, para rescatar la ``cultura campesina'' de Guanajuato- involucra dos fenómenos y un desenlace. Los fenómenos: que los eventos promovidos con dinero público siempre estén en función de si refuerzan o no aquello más importante que la difusión cultural misma -una pedagogía cívica y moral-, y que el público, siempre ávido y confiado, sea fragmentado por los nuevos funcionarios culturales en ``sectores'' -jóvenes, niños, mujeres, obreros- como si el consumo cultural fuera un asunto de ``corporaciones'' y no de espectadores. El desenlace ha sido, hasta ahora, cordial: llevado al escrutinio de la opinión pública, el rigorismo de la moral majority panista carece de legitimidad; los fundamentalismos pierden fuerza social frente a una población que cada vez más se asume como consumidora y que no confunde al mercado cultural con la sacristía. Pero, ¿lo confundiría con la terapia y el patriotismo?
La cultura terapéutica
El debate en torno a las propuestas perredistas de una ``revolución cultural'' en la ciudad de México, aunque similar al padecido por la moral majority panista, es más alentador porque precede a cualquier tipo de nombramiento burocrático o de hecho consumado. Su centro es la intención de crear una Secretaría de Cultura del DF, centralizadora de las actividades promovibles en las 16 delegaciones. El criterio con el que operará queda esbozado en Una ciudad para todos, la propuesta del PRD para la capital del país: ``La cultura no es una mercancía rentable, es un patrimonio de la sociedad cuyo valor no se establece en el mercado ni se cotiza en la bolsa.'' Perfecto. El problema es que si el valor de los productos culturales no se define en el mercado, puede suceder que se dirima en disputas y presiones de grupos que, en nombre de los ``sectores y organizaciones sociales, grupos marginales, alternativos y étnicos'', acaben llevando las definiciones culturales al terreno de la política y -peor aún- de la ideología. Eso sí podría desembocar en la ``revolución cultural'' china. El asunto no es menos malo que el de la censura panista, ya que se trataría de un criterio ajeno a la cultura, cuya única pauta es el desempeño técnico y la imaginación. Es una obviedad, pero no existe gran diferencia entre la censura por ``razones morales'' y la promoción con dinero público de obras con contenido ``político'': que un producto trate sobre violencia intrafamiliar o artesanías huicholas no le da más méritos estéticos que a otro que nos hable de unicornios. Tampoco es ``mejor'', en clave artística, una obra de teatro representada por ``niños de la calle'' que una en la que actúen los hijos de la unidad residencial.
Pero no es sólo una propuesta escrita; escuché ese tipo de argumentaciones reiteradamente en los ``foros'' de cultura y educación del perredismo capitalino: la idea de que la promoción de la ``cultura popular'' -creadores y ejecutantes de barrio- es una especie de terapia justiciera para grupos sociales en desventaja. A esta idea subyacen ciertas creencias, por ejemplo, que los consumidores de ``arte popular'' son grandes ``sectores'' sociales necesitados de reconocerse en esas expresiones y factibles de ser educados en ellas, antes que individuos con capacidad para elegir lo que desean consumir como cultura. Tengo la impresión de que el criterio de los públicos desmiente esta creencia paternalista: hasta donde sé, la gente abarrotó el concierto de Pavaroti afuera de Bellas Artes, mientras que en la muy folclórica Guelaguetza no había más que funcionarios acompañando al Señor Presidente. Más aún, estoy convencido de que la propuesta del PRD no necesita esos llamados populistas desde la promoción artística y cultural: la historia de los países -como Estados Unidos- que han utilizado sus presupuestos de cultura para aparentar aminorar desigualdades sociales, raciales o sexuales, atraviesan déficit cívicos que la cultura nunca puede llenar, y exhiben la falta de políticas eficaces de combate a la desigualdad social. Ese, sin duda alguna, no es el caso del PRD en la ciudad de México.
Otra de las ideas que subyacen a la propuesta es la creencia de que el contacto con el arte enaltece espiritualmente a quien lo recibe, que lo hace una mejor persona. En contra está la evidencia: los alemanes se estremecían con Wagner mientras asesinaban judíos. Y no fue por culpa de Wagner, sino de la veladora puesta en el nacionalismo. Después de todo, la cultura es sólo una forma de atención.Quizás el hecho de abrirse a las miradas diversas del mundo nos haga, potencialmente, más tolerantes. Pero, en cualquier caso, ese es un efecto secundario de la educación de los sentidos y la apertura a la imaginación. Ahora, el PRD cree en los poderes ``esencialmente democratizadores'' de la cultura, por ello la urgencia divulgadora y masiva de su propuesta, que termina por resolverse en bautizos espirituales tumultuarios -mucho concierto de rock y ballets folclóricos. Su divisa: a más audiencia, mejor tipo de evento. Pero el arte y la cultura no contienen ninguna facultad ``republicana''. Su única fuerza es la capacidad de goce y disfrute que brinda al público. Y eso, señores neo-funcionarios, no es poca cosa.
Fuera de los criterios ``morales'' o ``políticos'', es necesario definir la ``calidad'' de los productos culturales promovibles, sobre todo porque éste es un gobierno electo por nosotros, los contribuyentes. Sólo un criterio de mérito artístico puede salvar a los nuevos funcionarios culturales de la temida ``injusticia'': el elitismo de las artes, basado exclusivamente en la imaginación y el desempeño técnico, sin distinción de etnia, sexo, ideología, o clase social, es la única propuesta factible en un gobierno democrático. En este sentido, la propuesta del PRD nos tranquiliza: la Secretaría tendrá ``un consejo consultivo con claras facultades de propuesta, aplicación y evaluación de sus tareas, formado por representantes calificados de los creadores y de todos los sectores y organizaciones sociales involucrados en su producción, difusión, preservación y apropiación'''', y se eliminará ``cualquier forma o reglamentación de censura moralista o política hacia las manifestaciones culturales''. Perfecto. Pero viene la desazón cuando leemos (Proceso, núm. 1096) que en el acto de toma de posesión de Cuauhtémoc Cárdenas se representará una improbable ``historia de la ciudad de México'' desde los aztecas hasta la victoria electoral del PRD en la ciudad de México, a razón de mil trescientos artistas por hora. Silvestre Revueltas y gente disfrazada de Leona Vicario y del cura Hidalgo era la propuesta ya repetida -antes de estrenarse- de la Hora Nacional y los programas de la Secretaría de Gobernación por RTC. ¿Por qué la retoma el PRD como un solo acto central con narración unificada y direccionalidad propagandística? ¿Van a disponer de los recursos públicos asignados a la cultura para disputarse el cadáver de la Unidad Nacional? Ojalá cuando el consejo consultivo esté formado, los ``representantes calificados'' eviten la reedición para el DF de Mi Patria es primero.
La tentación patriótica
En las filas perredistas hay muchas lecturas de lo que sucedió en las urnas el 6 de julio: existen desde los que creen que Cárdenas es el conciliador Kerensky que está esperando al voluntarioso Lenin que lo derroque, hasta los que piensan que las elecciones para la Presidencia en el 2000 serán un trámite sin contratiempos. Son versiones internas de una organización diversa, pero uno de sus extremos implica romper el pacto con los electores, y el otro anularlo con los capitalinos.
Voté por Cárdenas como gobernador del DF por tres años. Encima de los votos que le dieron el triunfo veo más deseos de bienestar que renovados fervores patrios, una sensación colectiva de ``darle una oportunidad'' al PRD para que demuestre su eficacia en el combate a la inseguridad y la falta de empleos, y una idea de Cárdenas como alguien cercano. (Salinas, el ex presidente, es ``el que, en el peor momento, se fue''). En realidad, el voto por el PRD no expresa un acuerdo con la ``ideología'' cardenista -whatever that means-, sino una exasperación, producto de los pésimos resultados de la alianza PRI-PAN y, sobre todo, del aumento de la delincuencia en la ciudad. Por ello, podría decirse que la ciudad de México que votó PRD no es de ciudadanos anti-neoliberales, sino de individuos que sienten amenazada su seguridad personal. La condena generalizada a la ``actividad política'', sentida como regularmente corrupta y mal intencionada, no llevó a la ciudad de México al profetizado ``despertar cívico'', sino que es funcional al desapego que sus habitantes tienen hacia la participación pública. Sólo votaron para darle oportunidad a Cárdenas. Y pretenden desentenderse de la cosa pública mientras el nuevo gobernador electo les resuelva la inseguridad con la que ahora viven. Tampoco exigen demasiado: frente a las mínimas condiciones del nuevo gobierno -tres años- están dispuestos a dar el visto bueno a la simple honestidad y transparencia en el manejo de los recursos públicos y las leyes. Como lo percibo, el único proyecto ``colectivo'' por el que votó la gente es el que responde a un deseo individualista -egoísta, si queremos moralizar a la multitud del 6 de julio- de ``vivir menos peor''. En este sentimiento fragmentario no existe cosa alguna como el patriotismo -aquel imperativo de sacrificio común en el altar de la Historia, El Concierto de las Naciones, el Tercer Mundo, el Mundo Global-, sino una adhesión sin obligaciones a quedarse aquí, y tratar de mejorar.
En el ámbito de la llamada ``cultura política'', los capitalinos insisten más en la responsabilidad que en la obligatoriedad, más en el ``respeto a la ley'' que en el ``retorno a la moral'', más en el bienestar que en el Bien y, sin duda alguna, exigen de sus gobernantes electos transparencia y eficacia. Los grandes proyectos de redención nacional o supranacional no tienen espacios en esta ciudad poselectoral. Al menos, en lo que respecta a los electos, no sé a los grupos organizados.
Por ello, como votante y contribuyente, me resulta incomprensible cierta tendencia programática hacia el patriotismo cultural del tipo ``reavivar el muralismo, signo distintivo de la cultura mexicana y de esta ciudad en particular'' (Una ciudad para todos, p. 66). Creo, por el contrario, que no será por medio de la repetición mitológica ``Conquista-Reforma-Revolución'' como se regenere el gusto por vivir en la ciudad de México. Eso, estoy convencido, será un resultado no buscado del aumento del bienestar y del consumo. Y, al igual que en los otros enormes temas de la agenda de esta mega-ciudad, los electores no exigimos sino una eficacia razonable. En el caso de una cultura, yo tendría solo una petición: que no la desdeñaran por su inutilidad para el servicio de La Patria.