La Jornada lunes 17 de noviembre de 1997

Héctor Aguilar Camín
Políticos

Los políticos son los encargados de administrar las pasiones y los intereses de una sociedad. Su trabajo es institucionalizar esas pasiones y esos intereses, someterlos a un cauce racional, hacerlos compatibles, impedir que desemboquen en lo que naturalmente desembocarían sin mediación de la política: en la discordia y en la violencia, el estado de guerra permanente de que hablaba Hobbes.

Ahora bien, el primer obstáculo para administrar racionalmente las pasiones y los intereses de la sociedad son los propios políticos. Así como los abogados son a veces el mayor impedimento para el cumplimiento de la ley, los políticos son con frecuencia el principal obstáculo para la conducción racional de la política. No hay discordia, guerra o crisis política en la historia humana que no pueda explicarse como consecuencia de la desmesura, la obcecación, la ambición o la tontería de un puñado de políticos.

Los políticos necesitan ellos mismos ser domados y encauzados, pacificados y compatibilizados en sus pasiones e intereses. Y esto sólo puede lograrse por la vigencia de reglas externas que acotan la acción de los políticos, que hace más rentable para ellos conducirse de forma civilizada y constructiva, que de forma corrupta y corsaria. Creo que era Madison, uno de los padres fundadores de la democracia estadunidense, quien decía que las cosas del gobierno deben organizarse pensando en los chicos malos, en los bad fellows, de modo que incluso los bad fellows se vean obligados a actuar, dentro del gobierno, por su propia conveniencia, con corrección y responsabilidad.

Me temo que toda transición democrática descompone reglas que funcionaron para normar y acotar a los políticos y abre un interregno de relativa incertidumbre para la construcción de nuevas reglas. En ese interregno estamos en México. Los políticos, los medios de comunicación, la opinión pública, construyen sobre la marcha reglas de trato y conducta institucional para el ejercicio de una nueva civilidad política. Mientras tanto, lo que vemos es una clase política profesional improvisando sus nuevos códigos con lujo de improvisación, si cabe la redundancia, y con lujo también de oportunismo, protagonismo, desmemoria personal y apuesta a la desmemoria pública.

A diferencia de los enanos inmortalizados por Augusto Monterroso, poseedores de un sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista, en la incipiente democracia mexicana los políticos no se reconocen entre sí. Más bien al contrario: se desconocen a primera vista, y dirimen sus supuestas diferencias frente a los medios de comunicación, magnificándolas para mejo- rar su propia imagen y satanizar las de sus adversarios.

La mayor división imaginaria que se ha construido de cara a los nuevos tiempos, es la que hay entre demócratas y dinosaurios, entre emisarios de la sociedad civil y oscuros represores miembros del gobierno. Unos son los corruptos y los criminales. Los otros son los ángeles y la esperanza de la nación. En el fondo no hay sino la disputa por la credibilidad política, antesala del acceso al poder.

El resultado ante el gran público no es, como se pretende, el desprestigio de unos y la consagración de otros. El resultado tiende a ser el desprestigio de la política misma. Lejos de mí la intención de celebrar la política como una actividad angelical. La política siempre tiene méritos para merecer el desprestigio que la acecha, en todo momento, desde la sensibilidad popular. ``Al que le gusten las salchichas y las leyes, que no vea cómo se hacen'', decía Bizmarck, el canciller alemán. Lo mismo podría decirse de la política: el que tenga respeto por la política, que no se acerque a ver sus cuartos reservados.

No obstante, parece claro que hay algo peor que los políticos profesionales: la falta de políticos profesionales. Y eso es algo de lo que estamos viendo en México, la falta de profesionalidad de los políticos, por ausencia de reglas a qué atenerse y por exceso de oportunidades sin costo para la ambición, el protagonismo, la irresponsabilidad, la novatez y la perversidad.

Para sectores importantes de la sociedad mexicana los reclamos de democratización han pasado a ocupar un segundo plano frente a las exigencias de seguridad y estabilidad pública. Los políticos y las disputas democráticas empiezan a aparecer, en ese panorama, más como un problema que como una solución.

En condiciones de inseguridad y temor, el desprestigio de la política y los políticos abona el terreno del demagogo y el dictador, del tejedor de promesas y el prometedor de orden. No creo que hayamos llegado a ese borde, pero a fuerza de improvisación y protagonismo, nuestras élites políticas pueden hacernos andar ese camino.