Toca la gracia a Eliseo por la calzada más bien enorme de Jesús del Monte, en La Habana que ya no existe. Aún es joven para darse cuenta. Siempre, en cierto modo, será joven e inexperto, las novelas de aventuras visitarán sus propias aventuras y poseerá una acusada comprensión de la fantasía de sus abuelos.
Como todo gran lector, dueño de conocimientos locos y fabulosos, y de talante enamorado, hará de la bondad una coraza para toda clase de tiempos, y vivirá la creación de una revolución, otro intento del hombre nuevo, hasta el último resuello.
¿Y qué tenemos? Sus andares por Vedado, la mirada microscópica puesta en La Víbora, y apenas en el mar, que siempre estuvo ahí, como esos muebles que vienen incluidos con la casa, desde el principio.
Su maravillamiento en la facilidad del instante y en los abismos de antiguo: César en el lodo, un Asurbanipal sitiado que busca inútilmente a quien lo mira, Pánfilo de Narváez segando vidas taínas como caña e introductor del cerdo en la isla.
No sabe aún que balanceará su ingenio en el trapecio para distraer a los hijos con palabras que conducen a misterios sumamente, de encanto demostrado.
El tiempo será su pasatiempo. Disfrutará la existencia de la mujer con el impudor de un jardinero, y verá pasar los días tremendos y heroicos desde una biblioteca a mitad de la calle porque el suyo, si alguno, será un corazón democrático.
Irá por ahí diciendo los versos que halla, y entre más viejo más versos, a cargo de inventarios de prodigios, zodiacos y cuentos para grandes y para chicos.
Un orgullo intocable y una fragilidad de miedo, listo siempre para el combate desde la bahía solitaria cuando ``la demasiada luz forma nuevas paredes con el polvo'' y él apresta el futuro, que será agridulce y dará cansancio, pero seguirá en pie de lunes, amaneciendo en una recia transversal del tiempo, sin saber, ay, que lo seguiríamos viendo.
La gratitud tiene el sabor dulce de los años recuperados. La ausencia no cumplida, que es el mejor regalo que depara la vecindad de la poesía. Ya Petrarca, Arnaut y Guido.
``Eliseo Diego'', le decían decirnos a sus miles, quisiera decir millones, de herederos. ``Eliseo'', le diremos, ``cuando el triunfo sea nuestro, en las cosas de tu bolsillo nos veremos, en los ajedreces coleccionados por la ferocidad de sus muñecos, en las pruebas tipográficas de Boloña, tu cómplice de ultratumba en la precipitación alquímica a los secretos de la fábrica de sueños que es un buen libro.
Eliseo de voz carraspeante y campana grave, todavía la estoy oyendo, no sé por qué ni con qué musical derecho. Era una noche calurosa y absurda, casi burocrática, a través de la noche de ese tiempo. Escuchar y no ser nadie.
(Tú y tus historias y tus húsares solamente, todo aquello que mejora al niño que nos vibra adentro. Pues si hemos de existir en este mundo duro, existamos bellamente, parecías decirnos. Y entonces extendías como comerciante persa tu colección de lo pequeño, para disfrute del resto de la tripulación.)
Fijarse en el revés del cuadro. ¿Te acuerdas de Walter Carlos, el doctor Williams del pueblo, combatiendo la muerte de los niños en las numerosas maneras de mirar un mirlo? El de los paisanos flamencos que te gustaban, como buen poeta doméstico, cuando caen al cielo, terrenales y nuestros.
Y la tentación estrófica de las vírgenes y sus ancianidades detenidas en el óleo, el deguerrotipo, el palco del teatro oscuro y desierto, la que borda en la ventana, y el jardín de los ciruelos.
Y tú, cálido, agradecido y humilde en lo posible con quienes te enriquecían. Curiosamente, poeta, tus favoritos fueron narradores, a lo mejor era Salgari, y mejor aún el compadre Stevenson, con quien se puede platicar también en serio.
Lances tan a gusto, revés definitivo del angustiante discurrir del tiempo inmenso.
(Y qué hacer con todo ese tiempo que dejas al callarte a solas y ya no estar jamás cuando te llaman, ¿eh?)
El mundo es grande. Toma todas las islas del mapa saberlo; sin embargo, sus riquezas caben en una mano. En la tuya al menos.
Un tesoro es un tesoro. ¿O no, Eliseo?
El sitio y los rincones, sombras, mamparas y al fondo del patio los plátanos para que los gatos den su paseo. El bestiario, tranquilo. Es hora de la siesta del tigre. Y el lunes, como muchacho valentón y fullero, de un lado blanco y del otro rojo, va a tumbarte la puerta con su puntual cachiporra.
Es lo bueno en las tardes del domingo, Eliseo, que eres animal casero y no mezclas la sencillez del arte. Y veamos, ¿qué tenemos?: las amargas heces del café, y que cuando uno va de regreso, todo lo que brilla es oro, pequeñas maravillas de tocar o de tener, como tú dirías.
Una última cosa, Eliseo. ¿En alguna parte del mundo existe un tal lugar, que tú llamaste La Habana toda tu vida? ¿Podrías probarlo?
--Hasta el último detalle --respondes.