Jaime Martínez Veloz
La reforma secuestrada/II

Una madrugada, un octubre, una cabaña, una vela, una Realidad, una esperanza, un anhelo, una Paz, pero no cualquiera, una Paz con apellido: Justicia y Dignidad. ¿Nostalgia? Tal vez, pero también esperanza de que la vela que alumbre el camino de la Paz siga prendida para que algún día veamos de nuevo dónde nacen los arcoiris ¿eran siete?

A principios de enero de 1995 la entonces Comisión del Diálogo y la Conciliación del Congreso de la Unión, antecedente de la Cocopa, propuso una agenda para la discusión del diálogo nacional para la reforma del Estado. ¿Por qué esta comisión planteó esa agenda? Porque comprendimos que la solución de fondo al conflicto chiapaneco tenía que correr al parejo de las grandes transformaciones de nuestra vida pública.

Ambas causas, la de la paz con dignidad y la transición democrática, son aspectos de una misma moneda. Desde el surgimiento del conflicto mantienen una relación dialéctica. Una no puede resultar exitosa sin la otra. La agenda partía de una convocatoria amplia. Con el objetivo de que la discusión llegara a todos los rincones del país se sugerían encuentros distritales, estatales y nacionales.

El temario abarcaba cuatro grandes temas: reforma política, en la que se incluían una nueva gobernabilidad democrática, un federalismo renovado y un nuevo y definitivo impulso al marco electoral; reforma legal, en la que se mencionaba el fortalecimiento de las instituciones encargadas de la defensa de los derechos humanos, la necesidad de abrir la discusión de los derechos para los pueblos indígenas, la definición de una nueva relación Estado-sociedad y la adecuación de los instrumentos de justicia; reforma económica, en la que se integraba la necesidad de discutir y adecuar el proyecto económico a nuestros objetivos como nación y, por último, reforma social, en la que se mencionaba la urgencia de fortalecer el sistema educativo, rescatar los derechos sociales de los pueblos indios y democratizar las relaciones sociales.

En ese mismo enero la convocatoria del presidente Ernesto Zedillo para suscribir los Compromisos para un Acuerdo Político Nacional (CAPN) encontró eco en las dirigencias partidarias. El optimismo duró menos de 48 horas. El esfuerzo por llegar a un cambio operado desde arriba nació viciado de origen al no consensuarse entre la sociedad, las bases de los partidos y los grupos de interés que, de inmediato, lo torpedearon con éxito.

Los operadores del CAPN, especialmente la Secretaría de Gobernación, no contaban con el hecho de que las inercias políticas y culturales del PRI y de las oposiciones se encontraran e hicieran una infeliz e involuntaria causa común: defender sus espacios ante el cambio.

¿Por qué debían confiar las oposiciones en un gobierno y un PRI al que identificaban e identifican con el autoritarismo, la represión, la crisis y la depauperación de la sociedad? ¿Por qué debían confiar los grupos de interés, los tecnócratas y los viejos priístas en las oposiciones a las que asociaban y asocian como revanchistas, inmaduras, dadas al reclamo y poco propositivas? Ambas partes se olvidaron de que los acuerdos no se hacen por confianza, sino por necesidad.

A pesar de este primer revés, a mediados de 1995 había una gran confluencia de organizaciones, ciudadanos, legisladores, intelectuales, integrantes de partidos y medios en el hecho de que la reforma democrática del Estado debía avanzar. Muchos también simpatizaban con la idea de que el Congreso de la Unión fuera el convocante y escenario de la discusión.

Diputados y senadores de todos los partidos impulsamos esta idea que fue tomando forma. Sin embargo, el peso del centralismo y la tendencia al acuerdo cupular se impusieron, y se consideró inaceptable que la agenda del cambio se operara al margen de las instancias tradicionales.

En los hechos se bloqueó al Congreso y los esfuerzos de otros foros y actores, entre ellos al EZLN que se había ganado un lugar en el diálogo nacional, pero que los partidos y el gobierno le regatearon.

A partir de ahí se perdió impulso. La cercanía de las elecciones federales y los intereses naturales de los partidos fueron reduciendo la agenda de la reforma del Estado hasta convertirla solamente en una reforma electoral, importante, pero insuficiente para resolver los graves problemas que enfrentamos.

No deja de ser paradójico que dos de los personajes que en su momento ayudaron, desde el gobierno y las cúpulas partidarias, a centralizar, marginar al Congreso de la Unión y minimizar la reforma del Estado, hoy se encuentren, en su calidad de legisladores, tratando de reimpulsar aquello que ayudaron a sujetar.