En la cárcel de Almoloya ni los custodios escapan a la vigilancia
Gustavo Castillo García /I Ť Dotado de defensas antiaéreas, cables de alta tensión que surcan sus muros de lado a lado, sensores infrarrojos y ópticos a lo largo de sus corredores y pasillos, detectores de movimientos de tierra, alarmas conectadas al séptimo regimiento de artillería y al Colegio de Policía del estado de México, así como poco más de 800 custodios fuertemente armados, el penal de máxima seguridad de Almoloya de Juárez es una fortaleza capaz de repeler cualquier ataque externo o intento de evasión.
Además, para guardar la integridad de los más peligrosos delincuentes, entre ellos personajes políticos y militares, la prisión está resguardada por bardas de 7 metros de altura que en su parte superior sostienen rollos de alambres de púas electrificados, una zona de patrullaje y dos mallas ciclónicas, una electrificada y otra con navajas.
Almoloya de Juárez, uno de los cinco centros carcelarios modelo proyectados por el gobierno federal, se terminó de construir y entró en operación en mayo de 1991, pero antes de recibir a sus primeros huespedes, de mayo a noviembre de ese año, se realizaron simulacros de motín, resistencias organizadas y tentativas de fuga. Se revisaron todos los sistemas de seguridad implantados.
Para Juan Pablo de Tavira, su primer director, ``las prisiones de alta seguridad se deben principalmente al fenómeno del narcotráfico'' como una situación coyuntural en Latinoamérica.
Ante ello, según expresa de Tavira en su libro ¿Por qué Almoloya?, Sergio García Ramírez dijo en 1991 que ``con la integración de los penales de máxima seguridad al sistema penitenciario nacional, contaría por primera vez con las instituciones necesarias para la atención y tratamiento de ciertas y complicadas características''.
Para su operación, el Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) de Almoloya de Juárez realiza gastos anuales de 11.5 millones de pesos, aseguró José Luis Rivera Montes de Oca, titular de la Dirección General de Prevención y Readaptación Social de la Secretaría de Gobernación.
Su presupuesto cubre la manutención de casi 400 internos, la operatividad de sus instalaciones y sistemas de seguridad; el pago de mil personas entre custodios, trabajadoras sociales, defensores de oficio, encargados de mantenimiento, secretarias y funcionarios, así como adquisición y lavandería de ropa de trabajo de los empleados y uniformes de reclusos.
Los sistemas de seguridad, según el funcionario, ``tienen previstos la mayoría de los riesgos y si por desgracia aconteciera el intento de una fuga aérea, terrestre o subterránea, se tienen los medios para hacerles frente, para resolverlos''.
Pese a ello, el Cefereso ha reforzado su seguridad y ha instalado un retén en una desviación del camino que lleva a la ranchería de Santa Juana, a sólo 500 metros del acceso oficial.
La desviación se vuelve a unir al camino que lleva a la ranchería, pero sirve para revisar los vehículos que se dirigen al estacionamiento del penal. En el lugar, seis custodios fuertemente armados revisan de cabo a rabo las unidades, hacen descender a los ocupantes mientras hurgan en cofres, cajuelas e interiores para que no pasen armas, radios o teléfonos celulares.
En el camino real, se colocan conos de color naranja que impiden el libre tránsito de cualquier vehículo de carga o pasajeros. Hasta los transeúntes tienen que esperar a que un custodio --metralleta en mano-- haga una revisión que les permita continuar su camino.
La importancia del retén radica en que el camino parte en dos la zona de máxima seguridad que comprende al penal, de un lado quedan las instalaciones carcelarias y del otro, el centro de capacitación de los custodios, la cafetaría donde también se halla el área de trabajo social y un estacionamiento.
Los visitantes, sean parientes o abogados de los internos, no pueden ingresar de manera directa hasta la recepción antes de avisar en trabajo social para que un custodio los conduzca a la zona de ingreso.
En ese sitio ya tienen registrados sus datos personales, motivo de visita, huellas dactilares y los gafetes especiales y personalizados con fotografía.
Para que los familiares de los internos obtengan esas acreditaciones deben presentar actas de nacimiento, comprobantes de domicilio, certificados de salud, actas de matrimonio y de ahí se extraen datos confidenciales que le serán cuestionados para confirmar si son quienes dicen ser.
Pero antes de que alguien pueda visitar a su interno por primera vez, tiene que esperar al menos ocho días. Es el tiempo que tardan las autoridades de la Secretaría de Gobernación, a través del personal del Cefereso, en confirmar vía investigaciones de campo, que el solicitante es quien dice ser y que lo unen lazos familiares o consanguíneos con la persona que se encuentra privada de su libertad.
Respecto a los litigantes, éstos deben acreditar su profesión a través de la cédula profesional, presentar comprobantes de su domicilio laboral y esperar al menos tres días para conocer la respuesta de las autoridades, además de que ésta será positiva siempre y cuando además de pasar la investigación, el interno los reconozca como sus defensores.
Una vez acreditados todos los requisitos, no deben pasar con ropa de color beige, negra, ni con dinero, alhajas y adornos en la cabeza, ni cinturones, grabadoras, periódicos o alimentos.
Todos los visitantes son sometidos a rigurosas inspecciones y si violan alguna de las disposiciones son regresados al área de trabajo social para que se corrijan o bien depositen en el área de resguardo los objetos que llevan de más.
En el caso de los reporteros, por reglamento no pueden ingresar a las salas de audiencias más que una libreta u hojas blancas y una pluma. También son sometidos a revisión y si hablan con alguno de los abogados defensores o sus familiares dentro del penal, son reconvenidos. Si lo vuelven a hacer, se les señala que ya no podrán entrar y los anotarán en la lista negra de los ``no aceptados''.
Para entrar a las áreas de visita familiar, locutorios o de visita íntima, las visitantes --pues en el Cefereso sólo están hombres-- deben ser acompañadas de un custodio, esperar a que les sea preguntado domicilio, número telefónico, datos íntimos, a quién visitan, en qué módulo se encuentran los internos a los que van a ver y que les entreguen las credenciales que las acreditan como visitantes.
Después seguidas del custodio, pasan sus manos por un lector óptico que tiene registradas sus huellas dactilares y que les flanquea el paso puerta por puerta, una vez que el custodio ingresa su clave confidencial y también su registro sinaléctico.
Nadie escapa a las más de 30 cámaras que vigilan a cada momento cada uno de los pasillos, las estancias, los sitios de reunión, como tampoco a las alarmas ópticas que cada semana se cambian de lugar para evitar que internos, visitantes o custodios puedan tener una idea exacta de su localización y así evitar fugas.
Además, se tienen puertas de acceso que impiden ingresar de manera rápida de un sitio a otro y hay que esperar a que la primera se cierre para que la segunda se abra. Almoloya es una prisión donde internos y custodios son igualmente vigilados.
Los primeros no pueden tener nada que no esté autorizado, tampoco comprar más de lo que su dieta y sus recursos económicos depositados en una cuenta bancaria --que no supera los 2 mil pesos-- puedan permitirles. Si lo hacen son investigados por el Consejo Técnico Interdisciplinario.
En el caso de los custodios, si cometen un error, se distraen o faltan, todo se anota en su cárdex y son citados a comparecer ante las autoridades carcelarias; deben decir si tienen problemas familiares, si están amenazados o qué les sucede. De cualquier manera, trabajadoras sociales, pedagogas o psicológos acuden a su hogar para realizar terapias familiares a fin de que corrijan su comportamiento. Nadie escapa a la vigilancia.
En suma, Almoloya de Juárez es ``un modelo de crueldad tecnificada'', como José Angel Conchello la definió en 1992 durante una entrevista con la revista Proceso.