¿Cuántas computadoras personales fabricadas en Estados Unidos se comercializan en Cuba cada año? ¿Cuántas videocaseteras estadunidenses llegan a Irak? En ambos casos la respuesta es que sólo cantidades muy pequeñas, ínfimas, de unas y otras mercancías, pueden romper los respectivos embargos comerciales establecidos por Washington. Computadoras y videocaseteras pueden adquirirse sin restricción alguna, al mayoreo o al menudeo, en todas las ciudades y en todos los pueblos de la Unión Americana; pero es por demás difícil romper los respectivos bloqueos establecidos por el gobierno estadunidense contra la nación caribeña y contra el país árabe.
Los disparatados ejemplos anteriores permiten medir, por contraste, el grado de voluntad política de la Casa Blanca, los Departamentos de Estado y de Comercio, el Congreso, el FBI y la Oficina de Aduanas, entre otras dependencias, en lo tocante a las ventas de armas de fuego estadunidenses a América Latina. A diferencia de las transacciones de computadoras y las videocaseteras, las referidas a armamento deben estar sujetas, según las propias leyes del país vecino, a un estricto control gubernamental. Si se trata de ventas al menudeo, una regulación federal establece para los armeros diversos requisitos de identificación del arma y del cliente. En tratándose de exportaciones masivas, se supone que los fabricantes --empresas constituidas, registradas, con papel membretado, domicilio conocido y declaraciones fiscales-- deben recabar el visto bueno de varias oficinas gubernamentales antes de que sus productos salgan del país.
Sin embargo, en el mercado negro de cualquier país latinoamericano pueden encontrarse muchísimos más fusiles AR-15 o escuadras Smith & Wesson --de inocultable fabricación estadunidense-- que computadoras IBM en Cuba o videocaseteras Radio Shack en Bagdad.
O sea, mientras que los embargos comerciales son escrupulosamente cumplidos por funcionarios y empleados gubernamentales de Estados Unidos, las leyes y regulaciones sobre venta y exportación de armas de fuego son quebrantadas por el propio país fabricante. Tales infracciones refieren, necesariamente, a actos de corrupción, pero también a la ausencia de una voluntad política para combatirlos.
El viernes pasado, el gobierno estadunidense firmó, junto con 27 países latinoamericanos, la Convención Interamericana contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego, Municiones y Explosivos, una iniciativa mexicana orientada a reducir la pavorosa acumulación de armas ilegales en los ambientes delictivos de México y del subcontinente. Tal instrumento tiene también por objetivo cortar la relación perversa que se establece, en forma casi natural, entre el narcotráfico y el tráfico de armas.
Este año, la diplomacia mexicana logró que Washington aceptara la responsabilidad de Estados Unidos como uno de los principales abastecedores de armamento para los cárteles de la droga; responsabilidad, por cierto, mucho más grave que la que atañe a los gobiernos latinoamericanos en su infructosa lucha contra el narco: es muchísimo más fácil fiscalizar la legalidad de las transacciones de un puñado de fábricas de armamenmto, todas ellas con nombre y apellido, que enfrentar un conjunto difuso, clandestino y multinacional de productores, transportistas y vendedores de cocaína.
Con la firma de Clinton estampada bajo ese documento, los gobernantes de América Latina dispondrán de una carta política de negociación con la Casa Blanca y el Departamento de Estado, podrán echarles en cara su laxitud en el control de la exportación de armas, y eso ya es una buena ganancia. Pero sería demasiado suponer que Estados Unidos va a cumplir los términos de la convención. No lo ha hecho, en este terreno, con sus propias leyes nacionales, y es sabido que para la clase política de Washington la legalidad internacional es una entelequia.