Es la hora de la siesta... Placidez, quietud, aburrimiento..., nada turba la serenidad de la tarde otoñal. En los tendidos, en las barreras, en los palcos casi vacíos, nadie grita, nadie se mueve, ni siquiera los cerveceros o vendedores, nada turba la serenidad y la placidez de la tarde otoñal que dejó hace mucho de ser revolucionaria. En el ruedo tampoco nada turba la calma chicha. Es el momento de la siesta guerrillera. En el tendido unos aficionados elegantemente ataviados de charro recuerdan la hora vespertina del campo bravo y la Revolución... La corrida se vuelve un prolongado bostezo. ¡Ah!, cambio de postura y sigo durmiendo como lo había programado. Más bostezos... unos ronquidos... letargo profundo.
En el ruedo los consabidos derechazos... y un rejoneador al que el aire le refresca el galope a su caballo y le ritma los pasos que se pierden en la lejanía del ruedo... más bostezos... Un toro se asoma por toriles y como tiene cuerpo retador me despierto... nuevos bostezos, el toro se para... se agarra al piso... El picador lo confunde con un filete y lo vuelve picadillo en salsa roja.
El gusto de hacer la crónica me despierta... Los tres toreros del cartel, pese a poseer innegables aptitudes para el toreo, carecen de sello propio, amén de su falta de sitio por lo poco toreados que están. Los tres se encuentran en el momento difícil del ``ahora o nunca'' que gritan los asoleados de las porras. Los tres --Urrutia, Ondarza y Portillo-- tienen recorrida la mayor parte de sus carreras. A más de sus aptitudes toreras y clase, Ondarza y Portillo tienen sereno valor, pero, ese pero... Les falla el acento personal. Ese sello que les impide decirle nada al aficionado, al estar encerrados en sí mismos, sin comunicar.
Incluso hay en los tres falta de entusiasmo, tanto que parecen exagerar una actitud de imposibilidad. En cambio, los apoderados con gran protagonismo gritan a todo dios desde el callejón desdibujando a sus poderdantes. Los toros de Sierra Ortega, anovillados, bondadosos, agarrados al piso, aburridos, acentuaban los bostezos... y la falta de sello de los toreros.
Hasta que ya en la calle, Antonio Urrutia nos regresó con el consabido regalito de un novillito de Manolo Martínez. El novillito de la ilusión: comodito de cabeza, recargó al picador con los riñones y galopaba en grandes recorridos, fijo y de encastada nobleza, literalmente planeaba. Es más, no necesitó de su matador. Se toreó solo. Pavito, que así se llamó el novillo soñado, flotaba a la deriva en ondulantes embestidas y solemnes desplantes en busca de una muleta que lo llevara por los caminos del toreo. Al no encontrarlo lamía la espuma cervecera del ruedo y se la bebía en cantes grandes, antes de irse con las vaquillas al ser indultado. Al final sólo la imagen de la nobleza de Pavito y la tragedia en el toreo: la cornada grande al banderillero Francisco García, quien al salir comprometido de su encuentro con el toro no hubo quien le hiciera el quite. Nos fuimos a casa a seguir bostezando revolucionariamente.