Manuel Vázquez Montalbán
Juan Carlos I de España: un buen profesional
La revista Time ha sacado en portada al rey de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón, y por algo será. En la Cumbre Iberoamericana de isla Margarita, el rey de España era el único jefe de Estado simbólico que acompañaba al jefe de gobierno, como un valor añadido al florero de estadistas que escenifican el imposible consenso latinoamericano. Incluso se dijo que el rey propició el encuentro entre Fidel Castro y Aznar, muy distanciados a causa de las veleidades anticastristas del jefe de gobierno español, a la sombra del sector más duro del exilio cubano y del lobby norteamericano que lo apoya. Time ha querido adornar su edición con un signo de distinción de nostalgia monárquica, utilizando en su portada el imaginario del descendiente de la corona imperial de Castilla en sus años de conquista y colonización de América.
Nada más lejos del sistema de señales que emite Juan Carlos I, un auténtico profesional de la realeza al que siempre he imaginado tomando apuntes mentales sobre lo que no debe hacer y con un Manual de Formación Profesional bajo el brazo y así lo describí en mi novela bufa Sabotaje olímpico. Aunque reúne la legitimidad del franquismo, Franco le nombró heredero en vida, y la de una dinastía derribada por la II República y no restaurada por referéndum alguno, puede decirse que Juan Carlos es hoy un rey aceptado por la inmensa mayoría de los españoles. Se considera que un árbitro de futbol ha estado bien cuando no se nota que ha arbitrado y creo que ésta es la principal cualidad pública del rey de España. Su vida privada galante está llena de rumores discretamente ignorados por los medios de comunicación y no se ha convertido en un espectáculo de comedia de enredo como en la monarquía inglesa. Ha conseguido aparecer en público como cabeza liberal de una familia de alta burguesía civilizada a la que la reina Sofía aporta el continente más intenso de lo monárquicamente correcto y la princesa Cristina el de una muchacha que vive su vida casada con un jugador de balonmano aún más alto y más rubio que su padre. No se le conoce conspiración política o militar alguna y, al contrario, se le atribuye el haber parado el intento de golpe militar más grave desde el alzamiento militar de Franco, el asalto al Palacio del Congreso en febrero de 1981.
Es un demócrata por lucidez, a la vista de que el antidemocratismo de su abuelo Alfonso XIII, cómplice de dictaduras militares y la torpeza de su cuñado Constantino de Grecia jugando a la cohabitación con los coroneles, les costó la corona. Así como los animales, incluidos los seres humanos, tenemos instinto reproductor y tendemos a salvar las crías, los reyes tienen instinto dinástico y tienden a salvar las dinastías. Juan Carlos lo tiene desde que nació en un complejo exilio. Luego, todavía un niño, fue enviado por su padre a educarse a la sombra de Franco, rodeado de preceptores tan monárquicos como franquistas que hicieron de él un superviviente controladamente esquizofrénico. Así fue como se dejó nombrar heredero por Franco, pasando por encima de los derechos de su padre el príncipe Juan, y dentro de la misma lógica fue proclamado rey por las cortes franquistas, pero inmediatamente abrió el cauce para la reconstrucción democrática, la única posibilidad de no ser Juan Carlos I El Breve, tal como habíamos pronosticado sus adversarios de izquierda y los franquistas más radicales. Y ahí está, guardado entre algodones por los medios de comunicación y la mayoría de los políticos, como si los españoles aún temiéramos convocar los demonios de la discordia por el simple hecho no ya de poner en cuestión la monarquía, sino de poner en duda que este rey es el más alto y rubio de los reyes.