Luis González Souza
¿Cuál reforma?
La transición de México a la democracia parece un cuento de nunca acabar, entre otras cosas, porque a cada rato se atora en discusiones secundarias. Estas juegan un papel similar al de los actos que frustran una y otra vez la paz en Chiapas, cada vez que las negociaciones están cerca de fructificar. El resultado es obvio: ni paz genuina, ni transición firme.
Reforma del Estado, política económica, ley de ingresos y presupuesto de egresos para 1988. He allí los temas más propicios para inaugurar en estos días un nuevo ciclo de discusiones secundarias. En el mejor de los casos, tienden a predominar debates si no secundarios, tampoco esenciales: ¿dónde y con qué formato ha de procesarse la reforma del Estado? Otras veces, el debate parece de plano falaz: ¿hay que concentrarse ahora en los asuntos del presupuesto y sólo después en la reforma del Estado?
A nuestro entender, lo que México requiere es una reforma profunda y simultánea en varios frentes que se relacionan entre sí. Ya no es posible seguir mordiendo el anzuelo salinista según el cual, primero había que reformar la economía y después la política. Tampoco es posible creer que la reforma salinista de la economía ya es perfecta e incuestionable, y que por lo tanto, ya sólo resta dedicarnos a la reforma del Estado. Por olvidar tramposamente las interconexiones de la economía y la política, la realidad de hoy es a un tiempo penosa y elocuente: ni en lo económico, ni en lo político, ni en lo social, México puede llamarse un país moderno. Más bien puede llamarse un país atrapado en interminables reformas que, por superficiales y espaciadas, lo mantienen en el sótano de la desnacionalización y el atraso, para no hablar de crisis también interminables.
Por ello se multiplican las voces a favor no sólo de una reforma sino de una cambio profundo de México. Bien conjuntadas en las elecciones del 6 de julio pasado, esas voces se expresan en forma variada. Unos exigen la reforma, ahora sí definitiva, del sistema electoral. Otros exigen el cambio de todo el régimen político. El propio Colosio prometía la ``reforma del poder'', lo cual entrañaría profundos cambios en el terreno cultural. Y no faltan quienes de plano proponen una nueva Constitución General de la República Mexicana.
Sin embargo, todas las baterías oficiales y oficiosas hoy se dirigen a presentar como suficiente la simple reforma del Estado. Para colmo, hay tendencias a reducirla al ámbito de lo político, lo mismo que a desviarla hacia discusiones secundarias, sin faltar una buena dosis de amnesia. ¿O ya se olvidó que la gestión salinista incluyó, como ingrediente central, una ``reforma del Estado'' que a final de cuentas corresponde a la directiva extranjera de transformarlo en un Estado adelgazado?
Ya desde entonces, el debate se desvió a una cuestión tan secundaria como lo es el tamaño del Estado: grande o chico, gordo o flaco. En lo importante, que es la naturaleza del Estado, a lo más que llegaron los ideólogos del salinismo fue a propugnar un Estado ``justo''. Y ello, montados en la falsa premisa de que para ser tal, el Estado debe achicarse (vender sus empresas) a fin de hacer justicia social con los recursos obtenidos. El resultado ya es de todos conocido: un Estado tanto más injusto por cuanto la privatización de empresas estatales ha servido para ensanchar la riqueza de sus compradores y la pobreza de los demás.
Según creemos muchos, lo que México requiere es una reforma total orientada por un nuevo proyecto de nación. Pero si la reforma ha de limitarse al asunto del Estado, convendría por lo menos que fuese profunda y al grano. Es decir, una reforma que tuviese como meta un Estado democrático, independientemente de su gordura y tamaño. Un Estado construido con los principios de la democracia y cuyas políticas no tuviesen más brújula que el beneficio de la mayoría.
Vista así, la reforma del Estado también tiene que ver con la política económica, comenzando con los asuntos del presupuesto. De hecho, la piedra de toque para cualquier Estado democrático podría ser la manera en que organiza la generación y la distribución de la riqueza. Hoy mismo entonces, con la discusión del presupuesto, ya está en juego la posibilidad de comenzar a edificar un Estado democrático, pieza clave de una transición firme y exitosa.